Amilcingo es una pequeña ayudantía del municipio de Temoac. Es una comunidad ubicada en el territorio de Morelos. Hace calor de día y de noche refresca un poco, en sus calles se puede ver gente de edad muy avanzada caminando tranquilamente, con sus sombreros de palma y las camisas arremangadas. Además de la gente mayor, hay muchos jóvenes que también hacen de las calles su lugar de convivencia, por los alrededores del centro se escuchan las voces de mujeres y hombres.
Todo mundo saluda al pasar, desde el más pequeño hasta el más grande, algunos se levantan el sombrero en señal de respeto, otros alzan la mano y hacen un saludo, esta es una costumbre que en las grandes ciudades se ha perdido y que de vez en cuando da gusto recordar. Las paredes de la mayoría de las casas todavía son de adobe y algunas lucen pintas de partidos políticos, anuncios de tocadas, comerciales de refrescos, detrás de estos grandes y gruesos muros la vida íntima de las familias acontece cobijada por lo fresco de la sombra.
Se trata de una comunidad campesina, alrededor de las casas se encuentran las tierras que dan vida y sentido a la lucha, se trata de las tierras por las que los antiguos zapatistas pelearon, de las que nace el maíz, las hortalizas y frutos que alimentan a la gente. Amilcingo significa en lengua náhuatl «en pequeños surcos de riego», mismos que se ven de camino a la barranca y en los riachuelos nacientes que desembocan en pozas paradisíacas. La naturaleza que rodea la comunidad es modesta pero exuberante en sus tonos y composiciones.
Junto con las parcelas y terrenos cultivados otra tradición permanece: el mercado de la plaza central. Tendidos en el piso, los plásticos tienen encima las frutas y las semillas, a veces de maíz, frijol, cacahuate —según nos cuenta el señor que atiende— y girasol. El duro sol se contrarresta con varias lonas que cubren los puestos, para el comienzo de la tarde ya solo queda una persona vendiendo y el resto ha terminado su día de trabajo.
La lengua náhuatl casi se ha perdido por completo en Amilcingo. Los que la hablan son las y los abuelos, la gente mayor que aún guarda en su memoria su sonido y composición. En lugares y momentos muy específicos, los que conservan la memoria oral de la comunidad deciden hablar el mexicano, porque no siempre es momento, porque no todos son buenos oyentes para escuchar esta lengua aglutinante que en una palabra puede contener un universo, una manera distinta de entender el mundo. En el patio de doña Clara, lleno árboles de frutas conectados con pequeñas hamacas, una gran pila de agua para lavar y muchos niños que no se sabe si son nietos o bisnietos; se puede escuchar el viejo idioma de los antepasados. Mientras nuestra anfitriona nos saluda y nos relata cómo aprendió el náhuatl, mi amigo Rocky —hablante también— me va traduciendo lo que doña Clara dice. Los niños juegan y ríen al escuchar esta voz extraña que entona su abuela o bisabuela, lo hacen por nervios, porque ella siempre habla «el castilla» y es la primera vez que la escuchan y no le entienden.
Rocky desarrolla una larga conversación con doña Clara, ella se muestra muy contenta porque hace tiempo que no platica con alguien en náhuatl, dice que sus hijos no quisieron aprenderlo, que no sabían para qué y que era muy difícil. Sus nietos y bisnietos, a pesar de la curiosidad prefieren aprender inglés y hablar español porque sus padres, que están en Estados Unidos, les han dicho que es mejor así. Nada en su alrededor tiene sentido en náhuatl, ni la tele, ni el periódico, ni la radio, ni los anuncios pintados en las paredes de adobe, nada está escrito en esa lengua chistosa que cuenta con un millón y medio de hablantes, pese a todo. Amilcingo, fiel defensor de sus tierras va perdiendo la lengua materna sin embargo, así que se suma esta batalla por la identidad y la cultura.
Las fotografías que acompañan estas líneas son parte de una breve estancia en la comunidad, hablan de episodios concretos: los jóvenes que necesitan subirse al techo de las oficinas de gobierno de la comunidad para lograr señal en sus celulares; la ropa tendida frente a lo que parece ser el principio y el fin del universo; el papel de las bicicletas en la comunidad y la vida cotidiana de un pueblo campesino.
Bajo el sol, las manos agrietadas de campesinas y campesinos se mantienen firmes para mantener a la comunidad fuera de los planes de proyectos industriales que amenazan con destruirlo todo y colocar encima un basurero. La gentileza con la que nos recibieron es muestra de que no se trata de una comunidad cerrada, por el contrario, la gente se muestra muy animada anta la visita de personas de otras comunidades del país. Es sobre todo la actitud gentil y el respeto lo que permite este intercambio.
Un sabor de boca extraño se produce al ver la combatividad con la que mantienen una radio comunitaria y con la que han tomado ya el control de la comisaría. Y al escuchar la naturalidad con la que muchas tradiciones se devaneen por ser cuestión del pasado, como el náhuatl, lengua que se va diluyendo entre las risas de los niños que me preguntan insistentemente si hablo inglés o no. Les miro a los ojos y en silencio les respondo que no.