Adicciones

“¿Y tú, a cuántas personas asesinadas conociste?”. La pregunta  retumba y se extingue en un trago de cerveza Carta Blanca –exclusiva del norte del país- no se evapora, en cambio, flota en las entrañas de quiénes viven esa realidad y quiénes se acercan a ella. Las pupilas negras que acompañaron la declaración, se ahogan, cada una, entre ceja y mejilla de un juarense de casi cuarenta años, con más pelos en la cara que en la cabeza. La defeña lo escucha perpleja, se muerde un labio y no logra articular palabra, sea por la cantidad de cerveza ingerida, por redescubrir esa situación en su propia cuna, o por ambas; su lengua está hecha nudo.

Él no es indiferente ni se resigna, su expresión es de esas de repudio a la imposición de una cotidianidad escabrosa, disparatada: muerte, desapariciones, detenciones injustificadas que fungen para cubrir la cuota del policía por encerrar a alguien aunque sea injustificadamente; familiares, amigos o su propia carne es víctima de ello. “Todos conocemos al menos una persona arrebatada por esta guerra”… y sea quien sea, es inasimilable. Los demás jóvenes ahí reunidos asienten en silencio.

Sucede que, como afirma Rafael Barajas “El Fisgón” en Narcotráfico para inocentes. El narco en México y quién lo U.S.A: “así como la gente se hace adicta a las drogas, la economía global es adicta al dinero del narcotráfico. México padece una profunda adicción al dinero de las drogas; revisa los datos: aquí se mueven 40 mil millones de dólares anuales –el 12.5% del dinero de la droga mundial-”.

En el caso de Juárez, estos junkies los constituyen dos familias empresarias, principalmente, dueñas de dicha urbe, de tiendas de autoservicio, gasolineras, lecherías, etcétera, y están detrás de la trata de personas, del lavado de dinero, la campaña de Vicente Fox, así como de feminicidios ocurridos desde los noventas. Llámense narcotraficantes, sicarios, policías, militares, gobernadores, etcétera, el crimen organizado mata sin ton ni son en todo el país, pero se ha ensañado con las tierras del norte. Mujeres, hombres, jóvenes, niñas y niños, adultos mayores, no hay distinción.

Una cumbia y espeso humo de tabaco y mariguana entremezclados ambientan la reflexión de esos jóvenes estudiantes. Bailan en la alfombra, en la arena, en la cama, en la frontera; al marchar y protestar al ritmo de las consignas; con rabia e indignación. Generalmente en casas de uno u otro, donde las mamás prefieren que hagan y deshagan cualquier tipo de reunión en lugar de que anden en la calle.

Eso de llevarse a la boca tabaco envuelto en papel arroz, casi sustituye la insustituible práctica de respirar, uno tras otro; casi inconscientemente. Hay una ansiedad inmanente en varios de ellos, la mayoría, que se traduce de esta manera. Pero nunca a solas, siempre hay una charla y/o armonías en la atmósfera, aunque haya silencio. La música, la piensan, la inhalan, exhalan, silban, tararean, está en cada acento al hablar.

No hay otro tema de plática entre ellos. En cualquier estado de ánimo, físico o mental, se advierte, analiza y reflexiona sobre la violencia que transgrede al país, sobre sucesos recientes y qué hacer ante ellos, cómo resistir y protestar. Dinámicas que se han vuelto una adicción necesaria.

El 10 de mayo hubo un plantón de madres con hijas desaparecidas frente a la fiscalía del estado para reclamar la resolución de dichos casos, no la entrega de osamentas arbitraria sin cerciorar la correspondencia entre madres e hijas. La protesta comenzó un día antes y culminaría con una marcha a un nuevo edificio gubernamental dedicado a la mujer, donde tapizarían las puertas con las fotos de sus hijas arrebatadas de la ciudad, de la escuela, de sus familias, de la vida. Los jóvenes viciosos, que he venido delatando desde el inicio del texto, han acompañado aquel proceso de despojo.

Durante la marcha, dos madres enardecidas brincan y gritan “este día no es de fiesta, es de lucha y de protesta” o bien “¿Qué queremos? ¡Justicia! ¿Cuándo la queremos? ¡Ahora!”, entre otras consignas. Son pocos los participantes para los ojos de una defeña acostumbrada a marchar con cincuenta o cien personas, mínimo, sin embargo, “aquí nunca se han visto protestas cuantitativamente sino cualitativamente”, la gente no sale por miedo pero observa y apoya desde lejos.  Alrededor de sesenta pies retumban por las calles planas y el sol, en esta ocasión, tan sólo ilumina y ameniza el paso; el cielo es quien se jacta de presumir su redondez e inmensidad, recubriendo, curvo, a los manifestantes.

Alcohol. Dinero. Baile. Tabaco. Música. Debate. Marihuana. Lucha. Resistencia. Así se sobrevive en Juárez; así estos jóvenes lidian con su jornada diaria.

Por  Xilonen Pérez Bautista

Agencia Autónoma de Comunicación (AAC)