Manuela, tuvo cinco hijos y adoptó cinco más

Por Arturo de Dios Palma/Periódico Debate

Cuando llegué a la casa de la señora Manuela Reynoso Encarnación, ella hervía elotes en su pequeña cocina que se le habían antojado a Benjamín, su hijo, un pequeño que sus padres le fueron a dejar hace seis años.

La cara de Manuela, partera y curandera [de espanto, vergüenza y empacho],  no puede disimular su edad. A sus 73 años, las arrugas le han cincelado surcos en su piel; su pelo ya pinta de plateado, sin embargo, ella se dice sana. No le ha dado –como presume– la enfermedad que está azotando al país por los malos hábitos alimenticios: la diabetes. Y sí, Manuela se mira sana, su andar es firme, con una sonrisa permanentemente.

Pero la vida de Manuela no ha sido fácil. A lo largo de su vida tuvo tres parejas y a dos de ellas las asesinaron. Al primero, con quien tuvo tres hijos, lo mataron a puñaladas y lo dejaron en la puerta de su casa. Al segundo, con quien procreó dos, lo balacearon a unas cuadras de donde vivían. Su tercer pareja, fue algo efímero, ya estaba cansada de la vida en pareja.

Manuela tuvo cinco hijos y adoptó a cinco más.

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Hace seis años, una pareja entró a su pequeña casa –que sólo la fachada está construida con material y el resto se divide con paredes de madera, cubierta con lámina de aluminio y aún con piso de tierra–, para que atendiera a su hijo: un bebé recién nacido. El pequeño desde que lo miró entre las sabanas con las que estaba cubierto –recuerda– no tenía buen aspecto. La pareja acudió con Manuela porque es curandera, pero también porque tiene fama de recibir a los niños que sus padres los desean regalar por distintas circunstancias.

En esa ocasión, cuenta, tomó entre sus brazos al bebé, lo revisó y cuando se dio cuenta los padres del pequeño ya no estaban, se habían ido dejándola con el niño, al que ahora, seis años después, le preparaba elotes hervidos para cumplirle un antojo. «Qué querías que hiciera, si ya me lo había dejado», dice.

Benjamín, es el hijo más pequeño de Manuela entre los que parió y no parió. Pero también este pequeño es uno de los motivos de vida que tiene Manuela a sus 73 años de edad. La relación que se ha establecido entre Manuela y Benjamín, es la de una madre y un hijo. El niño no deja de darle muestras de cariño durante toda la plática: abrazos, besos y caricias. Éstas terminan cuando la propia Manuela le pidió que le permita hablar.

Con más calma, observo que en realidad la relación entre Manuela y Benjamín, se acomoda más a la de una abuelita con su nieto. Benjamín ahora estudia el segundo grado de primaria. La prematura edad de pequeño y su avanzada edad, es una de las preocupaciones constantes de Manuela. ¿Qué va ser de Benjamín cuando ella falte?, pienso de pronto, cuando veo al pequeño que apenas a recorrido unos metros del gran tramo que puede ser la vida.

Doña

Manuela es originaria de Puebla, pero llegó a Chilapa a las 8 años de edad en 1948, cuando sus padres decidieron vivir en esta ciudad. Su papá era poblano y su madre de Tixtla, por lo ella se define como una mezcla, “mitad y mitad”.

Manuela aprendió a ser curandera por su padre. En un inicio, –recuerda– ella se rehusaba a aprender porque creía que estudiando le iba a ir mejor. Cuando estaba a punto de concluir la secundaria decidió casarse con Eduardo Vargas, con quien tuvo a Arnulfo, a Jesús y a Clemente, sus primeros hijos. «Me case bien, me sacó [de] blanco, pero de qué me sirvió, si mira, me lo mataron, lo puñalearon y ahí en la puerta me lo dejaron».

Manuela con su primer pareja sólo duró 4 años, por lo que a los 19 años ya era viuda y con tres hijos.

Después de enviudar, decidió regresar a la casa de sus padres. De ahí, Francisco Téliz Juárez, un viudo, se la robó* a vivir con él. Con Francisco tuvo otros dos hijos, pero igual al poco tiempo fue asesinado a balazos. De nueva cuenta, Manuela volvió a quedarse sola, pero ahora con cinco hijxs, dos pequeños más: Moisés y Alba Celia.

A partir de allí Manuela comenzó con su vida de viuda y madre soltera. Una vida dura, si se piensa que en ese entonces, el machismo aún controlaba más las forma de vivir.

Todo puede llevar a pensar  una escena de tristeza y de desesperanza para una mujer como Manuela, pero no fue así, o no lo quiso ver así. Desde que enviudó por segunda vez, no sólo se dedicó a sus hijos, sino también se convirtió en una de las parteras y curanderas más buscadas, no sólo por su eficiencia; sino porque se encargaba de cuidar a los niños que bien sus padres no querían o los cuáles quedaban en el desamparo, al morir su padres.

Así fue como hace 40 años recogió al primero de esos pequeños: Antonio. Quién ahora es un hombre que creció a su lado, pero que, al igual que sus hijos biológicos, ya no ve por ella.

Después llegó Nicolás, un pequeño que fue a traerlo a la comunidad de Atzacualoya, cuando su madre había muerto y su padre lo descuido por emprender una gran borrachera. «El niño ahí estaba tirando, moradito y con mucha hambre, cuando le dije al padre que me lo llevaba nada más me dijo: llévalo, llévalo». Recuerda Manuela sentada en un sillón, al lado de la puerta donde me invitó a sentarme.

Me dice que llego tarde a esa casa, ya que unos días antes había muerto, por falta de alimento, el hermano más pequeño de Nicolás.

Nicolás hoy tiene 23 años, vive en pareja y tampoco frecuenta a Manuela.

Después literalmente llegó José, un niño de alrededor de 12 años, quien nació en su casa. Su madre fue a solicitarle sus servicios como partera y ahí le dejó al pequeño. José es un niño –dice Manuela– que tiene dificultades para memorizar las cosas. En la escuela su maestra le ha dicho a Manuela, que José necesita acudir a una escuela especial. El problema de José, piensa Manuela, puede deberse a que su madre «no sé qué tanto se tomaba» durante el embarazo, pues desde que nació lo notó raro.

Mayra, es la única mujer que Manuela recogió. Ella estudia secundaria en la escuela que está a dos cuadras de su casa. A Mayra se la dejaron en su casa después de una consulta. Hoy la chica ya tiene una figura de señorita, y aún se somete a las órdenes de su madre Manuela.

Por último llegó Benjamín, pero de él ya sabemos su historia.

Manuela actualmente vive sólo con tres chicos, José, Mayra y Benjamín, quienes se han convertido en su principal motivo para vivir. Sin embargo, Manuela sabe que puede quedarse sola: “A ver si éstos tienen compasión de mí, si aquéllos que tuve en mi panza y les di chichi, ni caso me hacen, pues de éstos que no llevan gota de sangre mía, ¿qué me espera?”.

—¿Si sabe eso, por qué siguió recibiendo a los niños?, le pregunto a Manuela.

—Si lo sé, pero no podía dejarlos así. Además, si no fuera por ellos yo estaría marchita como una rosa, ellos me dan vida, para que no me sienta cobarde -me responde-, acreditando el valor de la presencia en su hogar de estos tres pequeños.

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Gran parte de su vida –me cuenta Manuela– la ha dedicado a ser partera, sin embargo ahora ya no ejerce, porque ver sangre, de un tiempo para acá, la pone nerviosa. Además que tiene dolores en su brazo izquierdo que le impide dar la atención.

Pero durante los años que lo realizó Manuela acumuló tantas experiencias, como hijos. Experiencias buenas, experiencias malas.

Por ejemplo, cuenta, que hace poco tiempo a la puerta de su casa llegó una mujer con dolores de parto. Se recargó en el poste de teléfono que está justo frente a su puerta. Uno de sus hijos le aviso para que la atendiera, sin embargo, Manuela decidió que no la atendería [ya tenía problemas con la sangre y con su brazo, apunta].

Lo que hizo, dice, fue ofrecerle ayuda para llevarla al hospital. Y así fue, Manuela la trasladó y ahí la atendieron. Ella se mantuvo en el hospital hasta que la mujer dió a luz, por lo que tuvo que solventar los gastos: $240 pesos, precisa.

Al día siguiente dieron de alta a la mujer y Manuela le ofreció hospedaje por unos días en su casa para que reposara del parto. La mujer no accedió y de inmediato le ofreció a su hijo. Ella se negó y a cambio le exigió que le rembolsará los 240 pesos. La mujer dejó su casa con la promesa de saldar la deuda.

Tiempo después, Manuela se encontró con la abuela de la mujer y preguntó por ella:

—¿Cómo está el niño de tu nieta?

—Bien, la muy cabrona ya lo vendió por mil pesos y ya anda de puta.

—¿Y lo de mi dinero?

—A de eso (la deuda) me dijo que tú chingaras a tu madre, que no te va a pagar.

«Cuando uno de mis hijos se enteró de eso me dijo que ya no ayudará a mujeres como esa, que las dejará morir, pero yo le dije que no, porque no todas son iguales».

Manuela vive de curandera, de curar de espanto, vergüenza y empacho. Por cada servicio que da cobra $25 pesos, que dice, le sirven bien para comprar las tortillas. «Somos pobres, dormimos todos apretados, pero estamos contentos, juntos».

Después de casi una hora de platica, me despido con mi compañero, pensando que Manuela deberá dar muchos servicios para poder costear la vida de estos tres chicos que no parió pero que se ve que quiere mucho.

También me despido pensando en Benjamín, en qué será de él después de que Manuela no esté, pero también pienso en lo valiente que es esta anciana, que sin un ingreso seguro, decidió darles un hogar en lugar de dejarlos en la calle, donde su destino, sin duda, pudo haber sido mucho más incierto.

—Gracias por venir a escuchar a esta viejita, se despide Manuela.

—No gracias usted, le reviramos.

—No gracias ustedes –insiste– porque hablar también cura y yo hablé mucho.

*Se la robó es un término muy utilizado en toda la región de la Montaña de Guerrero y se refiere al momento en que un hombre decide llevarse a vivir a sus casa a una mujer, sin casarse.