I
El asiento de hasta atrás del pesero es como un mirador; es como otra ventana. No hace falta ser sólo otro pasajero, se puede observar a los demás sintiéndose aunque sea un poquito más personaje, menos extra. Es que en la ciudad es necesario estar todo el tiempo inventándose defensas contra el anonimato; no el que implica una falta de reconocimiento por parte de los otros, aunque en la ciudad lo hay, y mucho, sino un anonimato más hondo, más parecido a no reconocerse uno mismo, a no ser. En un lugar donde viven 20 millones de personas —un número inhumano, inimaginable, más que inimaginable— nadie puede ser. Somos demasiados. Más que demasiados. Somos tantos que ni a Dios le puede caber en la cabeza la cantidad. 20 millones, ese número no existe. Nadie puede existir mientras sigamos siendo 20 millones. Por eso no podemos ser. Dios tampoco puede pensar en nosotros.
Subirse a un pesero es un recordatorio de esta condición, pero también un remedio. A bordo, vemos de cerca al prójimo; lo escuchamos hablar. En este entorno, la obligada percepción del otro es más directa, más tenaz, más difícil de someter. En un pesero, un observador dispuesto puede, con buena voluntad, analizar de cerca el carácter de la gente en su estado menos protegido, más descolorido, pero también más cercano a su verdadera naturaleza.
II
Dije antes que viajar en un pesero permite enfrentar —y vencer, al menos en apariencia— la impersonalidad de la calle por medio de la observación; esto no quiere decir en absoluto que proteja contra la soledad, o la desolación. Están allí, y el acto de observarlas atentamente hace que uno participe activamente de ellas, si bien con un espíritu más vivo, más cercano por el simple hecho de prestar atención. Si no hubiera este espíritu, simplemente pasaríamos en medio de la neblina sin ser afectados. Y en el preciso momento de escribir estas líneas se me ocurre que el dolor no es otra cosa que esto: la vida y la atención, enfrentadas a la infinita multitud sin sentido.
Hace un par de meses, me tocó en suerte que el pesero se detuviera junto a una alcantarilla en la banqueta, sobre la cual había un niño de pocos años de edad, apenas vestido, protegido solamente por una cobija de lana sucia. A su lado estaba sentada, también sobre la alcantarilla, la que, supongo, era su madre, la pintura de payaso en su cara formando un desagradable contraste con su rostro sucio, arrugado y endurecido. No sé si el cabello de la mujer era gris por las canas, por el polvo de la calle o por una mezcla de ambas cosas; su mirada divagaba, no como divaga la mirada perdida de muchos hombres y mujeres que han hecho su hogar en esa locura inhumana que llamamos “calle” o “ciudad”, sino con una simple falta de interés en cualquier cosa, en cierto modo más cruel que la verdadera locura, inducida por la soledad o la borrachera. Durante todo este episodio, la mujer no dirigió la mirada a su hijo ni un solo momento, al parecer conscientemente empeñada en mantener su atención en un vago horizonte obstruido por coches que pasaban, o simplemente a la espera del cambio de luces que le permitiría abordar el cruce de peatones con el acto rutinario que sugería su maquillaje.
Inmediatamente pasaron por mi mente todos los pensamientos políticamente correctos que le deben pasar a uno por la mente en estas circunstancias; qué horror que haya frente a mí una mujer pintada de payaso, demasiado triste para mostrar verdadera tristeza, sentada con su hijo pequeño en una alcantarilla mientras ve pasar los coches; qué claro y siniestro símbolo de los cientos y cientos de automóviles humeantes que pasaban frente a ella a toda velocidad, cosas muertas por fuera con cosas muertas por dentro; qué cinismo, qué debilidad de parte mía y de todos los que observaban como yo, cómodamente desde la esquina trasera de un pesero, detrás de una ventana fría, más culpables por el hecho de reconocer y no actuar que aquellos que simplemente pasaban sin ver; si sería más sincero de mi parte simplemente dejar esta observación hipócrita y unirme a los demás en su honesta, ignorante indiferencia; si era justo sentirme culpable de no bajar en ese momento y llevármelos a mi casa; si era sólo una justificación cobarde el darme tantas razones lógicas para no hacerlo; si era posible salvarlos preocupándome; si era posible salvarlos no preocupándome; si era posible salvarlos de cualquier manera; si tenía siquiera ganas de salvarlos.
En medio de estos pensamientos, crucé la mirada con el niño. Abrió mucho los ojos y torció la boca, las costras de mugre en su cara se dispersaron en todas direcciones como si el movimiento de su rostro acabara de despertar de un largo sueño. Luego, cuando su cara ya casi había vuelto a su estado neutro original, volvió a pelar los ojos y me sacó la lengua. Y luego otra mueca.
Era una actitud de burla, probablemente de desprecio, pero completamente libre de malicia, de súplica, de pena o de cualquier sentimiento más allá del puro y simple deseo de burlarse de mí. Ahí estaba yo, queriendo creerme persona con mi comprometida observación de la naturaleza humana desde la esquina de mi pesero; y allí en la banqueta, acostada sobre una alcantarilla, estaba la cosa con la que había querido hermanarme, sacándome la lengua sin rencor, sin enseñanza, sin conciencia de mis pensamientos o de nuestras situaciones encontradas; sin nada más que la antipatía en sí misma; cándida, feliz, sana antipatía. Tuve ganas de reírme. Me limité a sacarle la lengua yo también.
Un tiempo después, de noche, pasábamos a toda velocidad por una avenida importante de la ciudad, y vimos a una mujer de pie en el camellón, en medio de los dos sentidos del tránsito. A la luz artificial de los vehículos y los postes, se distinguía sólo su silueta, e incluso ésta era difusa; a pesar de estar de pie, no estaba erguida, sino doblada sobre sí misma; y se sacudía rítmicamente, en espasmos, buscándose la entrepierna como la serpiente que devora su propia cola.
Aquella mujer estaba teniendo un hijo, sacándolo de su propio vientre en mitad de un camellón, como quien se recarga en un poste a vomitar. Y en torno a ella no había nadie; los demás no éramos nada, no estábamos allí. Para esa mujer el mundo era un abismo, era soledad pura. Los coches eran luces que pasaban alrededor con mucho ruido. Nadie existía para ella, nadie existía con ella. Y estaba teniendo a su hijo, sacándoselo de la entraña como si fuera una bolsa. Uno de nosotros dijo, incluso: “Esa tipa está teniendo a su hijo en el camellón.” “Qué bárbaro”, contestó alguien más, y yo tal vez hice algún comentario del estilo mientras miraba aquella silueta que, más que forma, parecía un movimiento puro, un espasmo informe enmarcado por las luces de los autos en ambas direcciones.
Después, en mi casa, en mi cama, traté de pensar que alguien había llamado a una ambulancia, que no podía ser que a nadie le hubiera importado. Seguramente se la habían llevado. Traté de pensar en la mujer con su hijo en un entorno blanco, iluminado, pero no pude. Lo único que se había grabado en mi mente era el jaloneo convulsivo, crispado, de aquel ser que parecía no tener más forma, más sustancia que ese movimiento.
Esa noche, todos estábamos solos. Esa noche no existía nadie.