La tiranía de la mano invisible

I

Hace poco más de 250 años, al médico del rey Luis XV, de Francia, se le ocurrió una idea novedosa y extravagante —diríamos, una locura—. Pensó que el mercado podría gobernar una nación y hacerla prosperar mucho mejor que cualquier rey. Tuvo la audacia de proponer que el Estado dejara libres a los individuos para producir, vender y comprar lo que quisieran y del modo en el que desearan hacerlo, y dijo que eso, lejos de provocar el caos, llevaría a la sociedad a una abundancia y una estabilidad nunca antes vistas.

Este curioso personaje era François Quesnay, cuyas ideas, al contrario de lo que uno se hubiera esperado, fueron triunfando con el paso de los años en las cortes de Europa. Muchos otros economistas posteriores, hoy más famosos que él (principalmente Adam Smith y David Ricardo) las desarrollaron, y la sociedad ha sido gobernada desde entonces cada vez más por el mercado y menos por sus gobernantes. Debido a eso me parece importante exponer brevemente dichas teorías en este artículo.

La idea es la siguiente: si un individuo egoísta es dejado libre para conseguir dinero del modo que quiera, entenderá pronto que lo mejor que puede hacer para su propio beneficio es producir bienes que los demás deseen comprar, y venderlos a un precio al que estén dispuestos a pagarlos. Si nadie quisiera sus productos, sabría que debe bajar su precio, mejorar su calidad o cambiar de giro.

Del mismo modo, si una comunidad de personas necesitara cierta mercancía con urgencia, algunos de sus integrantes entenderán relativamente pronto que podrían hacer muy buen dinero produciéndola. Aún más: cada productor se vería empujado por sus competidores a dar bienes cada vez mejores y más baratos, pues de no hacerlo así sus clientes le darían la espalda y se irían con ellos. De esa manera, toda la sociedad, impulsada por su egoísmo, se vería llevada a producir los bienes que más necesitaran los demás y al precio más bajo posible.

En una palabra: si se dejara libres a los individuos para producir, comprar y vender, muy pronto todos se verían arrastrados por su propia avaricia a trabajar muy duro por el bien de los demás, como jamás lo podría hacer ni el más sabio y bondadoso de los gobiernos.

¿Por qué alguien en un mundo así desearía robar, si fabricar honradamente productos de calidad y buen precio le dejaría mucho más dinero? ¿Por qué alguien querría engañar a sus compradores con un mal producto, si venderles lo mejor haría que volvieran a comprar en el futuro, asegurando así para siempre su prosperidad?

De esta manera, se piensa, una sociedad de egoístas dejados en libertad pueden vivir en perfecta armonía; como si una mano invisible bajara del cielo a poner mágicamente un orden entre ellos. De hecho, esa fue precisamente la imagen que comenzó a utilizarse para explicarse el fenómeno. Se habla de “la mano invisible del mercado”, que pone su propio orden en una sociedad sin ley, donde cada quién produce, compra y vende lo que le da la gana.

II

Parece mentira, pero los gobiernos de todos los países del mundo, con el tiempo, comenzaron efectivamente a dejar que sus sociedades fueran regidas por el mercado. Y eso no trajo la catástrofe; por el contrario, las naciones en las que hubo más libertad de comercio prosperaron por encima de las otras.

Naturalmente, el nuevo orden traído por la mano invisible del mercado trajo problemas, pero lo que necesito dejar claro antes de continuar, y de explicar dichos problemas, es el hecho sorprendente, demostrado por la historia, de que los negociantes egoístas, dejados en libertad de producir, comprar y vender lo que deseen, pueden generar un orden, bueno o malo, sin necesidad de que un gobierno los organice, sin necesidad siquiera de organizarse entre ellos.

No es necesario que los seres humanos nos pongamos de acuerdo democráticamente, ni siquiera que una autoridad central controle nuestras relaciones: podemos conseguir un orden social basado en el egoísmo desatado de cada quien.

Ahora hay que decir algo más: ese orden formado por la mano invisible del mercado es el orden en el que vivimos. Lo que tenemos que entender es que no somos regidos por nuestros presidentes, ni por la ONU, ni siquiera por los grandes comerciantes y empresarios: el poder en nuestra sociedad lo tiene la mano invisible del capital, y tanto los presidentes como la ONU y los magnates que mueven los hilos del poder detrás de ellos, siguen obedientemente sus dictados, y eso por una razón muy simple: porque es la mejor forma que tienen de hacerse más y más ricos.

III

Ahora podemos comenzar a explicar qué clase de mundo trajo el gobierno de la mano invisible; en qué clase de personas nos convertimos una vez que, creyéndonos incapaces de dirigir el rumbo de nuestra sociedad, entregamos nuestros destinos al gobierno azaroso del dinero.

Las nuevas clases sociales

Bajo el poder del mercado libre, algunos de estos negociantes egoístas van quebrando por la competencia de los otros, y éstos a su vez quiebran frente a otros más, que se van volviendo cada vez más ricos. De ese modo, al final va quedando una minoría reducida de grandes empresarios frente a una multitud de trabajadores desposeídos que deben ponerse a su servicio por un salario para sobrevivir.

Lo primero que tenemos que decir, entonces, es que la mano invisible no generó una sociedad de negociantes egoístas libres en constante competencia comercial; sino una sociedad de trabajadores asalariados al servicio de una pequeña minoría de magnates que controlan los gobiernos de sus países y las condiciones en las cuales se comercia.

Las ideas

Antes de que el mercado se adueñara de las naciones de Europa, el préstamo con intereses era terriblemente mal visto, y la Iglesia lo consideraba pecado. Con el tiempo esa visión fue cambiando: los préstamos no sólo arruinaban a gente desesperada que se veía obligada a endeudarse, sino que servían también para que nuevas empresas con ideas innovadoras iniciaran su trabajo.

El préstamo bancario fue una herramienta fundamental del desarrollo mercantil, los bancos florecieron y las ideas que se tenían de ellos cambiaron. Podríamos decir que la mano invisible salió de las fronteras del mercado y comenzó a influir también en la mentalidad de las personas.

Los burgueses (comerciantes y empresarios plebeyos) antes eran rechazados de las reuniones sociales de la nobleza,  y se hubiera visto como un deshonor que la hija de un aristócrata contrajera matrimonio con uno de ellos, pero con el tiempo estos casamientos se volvieron una costumbre. La nobleza y la burguesía comenzaron hablarse con una familiaridad cada vez mayor.

Los nobles empobrecidos por el mercado vendían sus títulos nobiliarios, y los aventureros que llegaban a enriquecerse los compraban. El viejo orden y la vieja mentalidad —y no sólo la economía— estaban siendo transformados por la mano invisible del mercado.

 La política y la guerra

Los guerreros españoles se llenaban antes de honor y gloria saqueando la plata del continente americano, pero fueron derrotados por los comerciantes ingleses y holandeses que se dedicaron, más humildemente, a venderles productos de calidad y a bajo precio, con lo cual se quedaron finalmente con ese metal precioso antes saqueado. La mano invisible del mercado le quebró el cuello a la vieja honra de la aristocracia guerrera.

Ahora las nuevas guerras de conquista ya no se harían para saquear las riquezas de los otros pueblos, sino para controlar mercados dónde vender las propias riquezas; parece absurdo, pero resultó ser algo mucho más rentable.

Los aristócratas fueron haciéndose negociantes, y los más grandes negociantes se volvieron aristócratas. La nueva forma de enriquecerse fue desplazando a las anteriores, y poco a poco todo el orden político fue cambiando. El nuevo mundo formado por el mercado necesitaba también un nuevo tipo de instituciones políticas, y las creó.

Llegaron al mundo la libertad de prensa y esta especie de democracia dudosa en la que vivimos, pero no sólo eso; vino al mismo tiempo toda la corrupción y el cinismo que trae también el mercado, y a los que nosotros estamos ya tan habituados.

Los gobernantes honestos son mejores que los otros, ni duda cabe, pero todo el mundo sabe que no son buenos para el desarrollo mercantil: ahuyentan a los inversionistas extranjeros, entorpecen las negociaciones secretas entre políticos y empresarios, que tan buenas ganancias dejan. Una política llena de mentiras y traiciones es como el aceite que lubrica la maquinaria de la economía mundial: sería ingenuo suponer que una sociedad en la que 1% de los habitantes vive a costa del trabajo del resto pueda funcionar correctamente sin corrupción ni crímenes de Estado.

Las leyes del mercado libre, efectivamente, llevan a los negociantes egoístas a producir bienes atractivos y baratos, pero no es lo único que provocan; influyen en nuestras vidas de otras maneras que los economistas no ven o no quieren ver: la invasión de Irak equilibró la oferta y la demanda de petróleo, y se hizo con ese fin; las guerras mundiales consiguieron eliminar el desempleo asesinando a millones de personas; la destrucción de ciudades enriquece enormemente a las compañías que las reconstruyen. Muchos alimentos son tirados al mar cada año por falta de compradores.

El crecimiento económico y el equilibro entre la oferta y la demanda se alcanza efectivamente, pero no sólo en el mercado: se consigue también influyendo en la cultura, la política, la guerra y también, como veremos ahora, en la ciencia y la tecnología.

La técnica

Con el tiempo, los comerciantes pasaron de la compra de productos para la venta a la compra de los talleres en los que éstos eran producidos.

Cuando un negociante capitalista se adueña de un taller, digamos, de ropa, la presión de la competencia comercial lo obliga a hacer ciertas modificaciones; cambios que no responden al deseo de producir mejores prendas de vestir, sino principalmente al deseo de aumentar las ganancias.

Se puede, por ejemplo, comprar telas de peor calidad, que parezcan igual de buenas; adquirir mejores máquinas, que puedan ser utilizadas por cualquiera, y no necesariamente ya por sastres y costureras especializados. También es posible hacer que los empleados trabajen más duro o durante más tiempo.

El resultado es que la tradición va muriendo, el oficio pierde su viejo valor; las máquinas, correctamente programadas, pueden imitar los viejos secretos de los sastres sin ninguna dificultad. Esto mismo sucede en todas las ramas de la producción: los viejos oficios y las tradiciones que se formaban en torno a ellos son eliminados. La mano invisible sigue desbordándose, y ahora altera tanto la forma en la que las personas se organizan para producir como la tecnología con la que lo hacen. Y no se queda ahí: si debe diseñarse una técnica adecuada a la generación de ganancias cada vez mayores, entonces se debe influir también sobre la ciencia.

La ciencia

La competencia comercial no requiere filósofos y científicos que busquen las verdades ocultas del mundo: necesita más bien diseñadores de maquinaria nueva y más eficiente. Para la ciencia, ahora, la búsqueda de la verdad es sólo un medio para conseguir una tecnología cada vez más rentable; es decir, para conseguir dinero. La mano invisible invade entonces las universidades y los laboratorios.

Parece una ingenuidad, pero los antecesores de la química moderna, los llamados alquimistas, con sus experimentos de laboratorio buscaban ni más ni menos que el sentido de la vida. Con la técnica de la destilación, con la que hoy se hace alcohol, intentaban separar el alma de la materia. Los alquimistas decían buscar convertir el plomo en oro, pero era una mentira para que los reyes los siguieran alimentando mientras investigaban los secretos de Dios. Hoy sería difícil imaginar a un grupo de personas fingiendo buscar el enriquecimiento para que se les permitiera seguir investigando las verdades ocultas del mundo. Esta ciencia, hoy llamada “química”, ha evolucionado mucho y con objetivos bastante más realistas: hacer comida chatarra, combustibles y nuevos materiales de construcción.

En cuanto al derecho, el lector ya conocerá las formas que han desarrollado los abogados y jueces para beneficiar a los grandes negociantes y a los políticos con toda clase de trucos legales. Y esto tampoco sucede necesariamente porque sean personas “malvadas”; quien no lo haga de ese modo no sabe si llevará comida a sus hijos el mes siguiente; el mercado los fuerza a actuar así, porque hay miles de estudiantes de derecho buscando su mismo empleo, y quien no se someta a las leyes del mercado puede ser fácilmente sustituido por otro menos moralino que él. Y lo mismo sucede con el resto de las ramas del saber humano. Los médicos ganan una comisión por recetar el veneno que patentan todos los días las grandes farmacéuticas; los antropólogos investigan las culturas de los pueblos que las potencias del mundo planean invadir, etcétera.

Pero pasemos ahora la más cruel de las transformaciones que ha llevado a cabo la mano invisible.

La personalidad

Entre comerciantes se dice que un buen vendedor es el que realmente cree en su mercancía, no sólo el que finge hacerlo. Naturalmente, también podría fingir con la suficiente habilidad como para conseguir el mismo resultado. Pero lo que nos interesa resaltar aquí es que en ambos casos debe influir sobre su propio espíritu para adecuarlo a una buena venta, ya sea que se convenza de algo que en el fondo no cree, o que se convierta en un excelente actor. También sabe que debe sacar ánimos de alguna parte, porque no se puede esperar que un vendedor deprimido tenga buena suerte.

El obrero, por su parte, entiende que debe ser hasta cierto punto servicial, para conservar su empleo, pero también firme, para defender su salario y sus prestaciones. El mercado de trabajo le enseña con los años a maniobrar entre estas dos actitudes, de acuerdo con la fuerza que tiene frente a su empleador a cada momento. Y no es eso lo único que le enseña: el obrero no puede llegar 15 minutos tarde, no puede distraerse en la línea de producción. Tiene que enseñarse a sí mismo una serie de comportamientos para adecuarse a sí mismo al rigor de la situación en que se encuentra.

Algo similar nos pasa a todos. Quien mire hacia atrás con honestidad, hacia la historia de su vida, tendrá que admitir que aprendió a ser con el tiempo algo cínico e indiferente; a aceptar que “así son las cosas” y sacarles algo de provecho.

En resumen: uno debe adquirir cierta personalidad adecuada al capital; una personalidad que no choque demasiado con la tiranía de la mano invisible. No sólo se deforman la economía, la técnica y la política; también nosotros somos moldeados por el mercado.

V

Después de este relato podemos ver que, cuando los gobiernos del mundo entregaron su poder al mercado, desataron fuerzas mucho más grandes de lo que esperaban, y es que tomar la decisión de dejar de decidir acarrea siempre consecuencias graves e inesperadas. La mano invisible salió del mercado y comenzó a transformar a la producción, a los productos, a los sujetos que los consumen. Trascendió la materia y dominó incluso nuestros espíritus.

Los comerciantes arruinados se convirtieron ellos mismos en mercancías que debían ponerse al servicio de otros a cambio de un salario. Las leyes del intercambio libre de objetos terminaron convirtiéndonos a nosotros mismos en objetos para el intercambio. Los objetos, la tierra, el aire, nuestro cuerpo, el honor: todo puede ser puesto a la venta, y las mismas leyes que nos obligan a producir bienes de calidad y a bajo precio nos arrastran también a vender todo lo demás. Y en realidad, en estos tiempos es poco realista no hacerlo.

Lo que tenemos finalmente es un mundo diseñado por el capital: las calles, las casas, la música, la comida, las personas, todo se ha transformado para ser competitivo. Si queremos vivir, debemos hacer que nosotros mismos y nuestro entorno nos volvamos inversiones rentables. Y ni siquiera nos damos cuenta de que lo hacemos: nuestros mismos pensamientos son moldeados por la mano invisible. Creemos que “así es la vida”, que “así es la naturaleza humana”, que siempre ha sido lo mismo. Ya no somos capaces de imaginarnos, por ejemplo, una forma de sociedad en la que no exista el dinero, aunque hace 600 años éste se empleaba muy rara vez, incluso en Europa. Nos resulta completamente extraño enterarnos, por ejemplo, que antes el regalo era una institución económica mucho más poderosa e influyente que el intercambio, pero así era.

Ni siquiera la izquierda suele imaginarse hoy un mundo sin Estados nacionales ni ejércitos ni dinero, aunque éstas sean en realidad instituciones relativamente recientes.

En una palabra: incluso el pensamiento de quienes nos rebelamos en contra de esta sociedad ha sido moldeado por la mano invisible. No podemos imaginar siquiera un mundo realmente diferente, y si no podemos imaginarlo es, claro, mucho más difícil que logremos crearlo.

Quienes buscamos reformar el mundo no necesitamos tanto de la ética estricta y del espíritu de autosacrificio como de una visión clara. Lo más importante para nosotros es entender que somos los únicos responsables de la vida que llevamos, y dejar de culpar a la naturaleza humana por todas las tonterías que hacemos. Y tal vez la más grande de todas esas tonterías haya sido dejar que el azar del mercado dominara nuestras vidas.

Antonio Álvarez y Revista IZQUIERDA en colaboración con

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Agencia Autónoma de Comunicación (AAC)

There is one comment

  1. Alfredo Bula

    Creo que el problema radica en culpar al sistema o al mercado cuando un sistema no puede ser nunca el culpable. El egoísmo no es intrínseco del sistema sino de las personas, son ellas las que así se comportan. El sistema no es más que la expresión de lo que las sociedades crean con su accionar (o su «no accionar»). Creo que lo sabemos todos y nos hacemos muy bien los «boludos», porque actuamos de forma EGOISTA aunque no nos guste aceptarlo. «Si te gusta el durazno bancate la pelusa y dejá de echar culpas… lo mejor que podés hacer es demostrar que hay otras posibilidades para que la gente copie, y eso se logra haciendo no quedándose sentado criticando… criticando qué?, lo que no te gusta de vos? es duro, pero es así, TODOS se quejan del sistema, y no quieren otra cosa que vivir EN el sistema y de ESA FORMA. Todos se quejan de los políticos pero nunca se involucran en la política. Todos se quejan de las petroleras y la industria petroquímica pero no pueden dejar de vivir sin luz, sin auto, sin celulares, etc. Lo que se da no es culpa de unos VIVOS que «primeriaron» y ahora manejan a voluntad, es culpa de TODOS que promovemos ese tipo de acción haciendo justamente lo mismo o directamente no actuando.

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