Hoy conocí a Sergio, el “Cheques” como él afirma que le dicen en los alrededores de la Tenencia Morelos, justo en las afueras miserables de Morelia. No más pero tampoco menos miserables que otras periferias mexicanas. Grises, desgastadas, sin nada por hacer que no sea resolver la vida o sobrevivir; llenas de niños existen las periferias en las que Sergio vive desde hace casi un mes.
Sergio arrastra los dos pies y su ropa ha perdido color para unificarse en el tono grisáceo de los mendigos, lo único que sobresale de todo su atuendo es un crucifijo de madera que lleva colgando a la mitad del pecho. Ni siquiera la gorra o la gran chamarra resaltan como el crucifijo.
Un ojo lo mantiene cerrado mientras que el otro busca con dificultad alguna certeza de su paradero. Como una brújula imantada, Sergio no sabe ni de dónde viene ni hacia dónde va, guarda en el interior de su abrigo una botella de alcohol de 96 que está por terminarse. Logra decir algunas frases pero se nota que las intenciones de hablar son mucho más grandes que las posibilidades que realmente tiene.
Dice con tristeza que él no es de aquí, que él viene de un pueblo que está cerca de un rancho y que éste esta muy lejos, “a quinientos pesos de distancia”, dice también que ya no tiene familia porque a su mujer se la llevaron y no la ha vuelto a ver, dice, con una mirada concentrada en su único ojo, que hace un año tuvo un accidente y que ya no pudo caminar bien, dice que desde entonces no ha salido de su borrachera y me pide un poco de mi refresco para que brindemos.
Esta tarde soleada es el escenario en el cual regreso a caminar solo. Apoyado en un bastón de aluminio que cambio de mano según voy cansándome, camino desde la casa donde me hospedo hasta el centro de este barrio moreliano. El camino es corto y no suma ni un kilómetro siquiera, pero es el estado en el que estoy el que me obliga a armarme de valor para caminar esta distancia sin flaquear.
Camino por hambre. Camino porque hay que levantarse hasta del golpe más profundo, camino porque busco regresar a ser yo mismo.
Cuando por fin llego a la plaza de la tenencia busco algún local de comida abierto y sólo encuentro una tortillería, ahí me explican que más adelante, que hay a lo mejor dos cocinas. Suena lejos, suena a fracaso. Camino según las indicaciones y con gran fortuna encuentro de inmediato un local de pollos rostizados. El sol pesa mientras camino de vuelta a la plaza con una bolsa llena de pollo, papas, salsa, ensalada, soledad.
Escala en la tortillería y un refresco para completar el cuadro.
Alrededor de la plaza hay muchos jóvenes tomando cerveza bajo el cobijo de una sombra veloz, me apuro a buscar una banca en la cual pueda poner las bolsas y comer sin entretenerme. Lo logro y el sol arremete, los pies me duelen de cansancio, de vergüenza porque este accidente pudo evitarse de una manera sencilla, este accidente no debió ocurrir. Todo se recuperará pero las cicatrices quedan, se vuelven la memoria de nuestro cuerpo.
Me lleno de grasa los dedos y las comisuras de la boca, me pregunto cómo llegué a este barrio en Morelia, cómo lo hice sin haberme curado aún, me pregunto muchas cosas que se resuelven cuando frente a mí está, de pie, Sergio. Me mira con su único ojo libre de alcohol. Naturalmente le comparto de mi comida.
Pienso en la distancia que nos separa, la histórica y la emocional. No logro alejar de la cabeza mucha rabia que surge de esta escena tan escandalosa, tan ajena a toda lógica, pienso en las condiciones objetivas y subjetivas, en los momentos adecuados, la prudencia, los pasillos de la universidad, las comilonas de la izquierda, pienso en la inmovilidad de muchos mexicanos. Pienso que las crisis deben borrar imágenes como ésta, no multiplicarlas. Pienso en la gente que a mi alrededor me ha enseñado, con la que he convivido recientemente. Ahora sé que es momento de obedecer las señales.