Son unos cien los kilómetros que separan la ciudad de Coalcomán de la ciudad de Colima, una distancia que se cubre más o menos en dos horas y media. Hace treinta años moverse entre estos dos lugares era un verdadero viaje de nueve horas, atravesando pueblos como La Cuchilla, Guadalupe del Cobre, Pantla y El Guayabo. Después de la realización de la carretera 110, de la inundación de la presa de Trojes y de veinte años de guerra entre el Cártel de Jalisco, los Zetas, la Familia Michoacana y los Caballeros Templarios, lo que queda de la vida que animaba estos lugares es un puñado de casas abandonadas, esparcidas en una naturaleza que paulatinamente volvió a recuperar su poder. Nadie visita estos pueblos fantasmas, nadie habla de su gente desplazada o asesinada y, sobretodo, nadie se preocupa de que el nuevo negocio que está surgiendo –la explotación incontrolada e ilegal de las minas– transforme los pueblos todavía habitados en otros cementerios de vivos.
Estos lugares son preciosos y ricos de historia, pero al recorrerlos la atmósfera que se respira es espectral y la sensación de inquietud, constante. Hihuitlán, en el municipio de Chinicuila, es el último pueblo donde hay barricadas de autodefensas: de allí en adelante sigue siendo “tierra de nadie”. Un campesino de regreso de la milpa lleva a caballo su haz de mazorcas, se acerca y pregunta a qué venimos y a dónde vamos. Poco adelante, cerca de la palapa levantada el año pasado por los comunitarios, se encuentra la última de las primeras barricadas de Michoacán. Un macizo sigue bloqueando la carretera y un señor se sigue sentando frente de una cabaña. A la derecha quedan pedazos de lo que era una hacienda, los árboles han crecido en el adobe de los muros. El aire es inmóvil, el tiempo se ha parado. Ahora, como hace diez años, los comunitarios vigilan el pueblo, nos cuestionan, su solicitud no es una molestia sino una garantía de seguridad.
Casi nada se sabe de la historia de esta gente que en los primeros años del 2000, se enfrentó a los narcos que bajaban del cerro de la Morena, un lugar todavía infestado de criminales. Una vez más fueron las mujeres a encabezar esta resistencia que lastimosamente se perdió en la memoria de los demás. En ese entonces no había cuernos de chivos o rifles, las únicas armas eran las escopetas usadas para proteger el ganado y que además fueron tomadas sólo después del asesinato de don Vicente Virgen Cerillos, padre del actual presidente municipal de Chinicuila y hombre valiente que desafió los cárteles. En comparación con el ruido mediático que se desató en los últimos dieciséis meses, después del levantamiento armado de Tierra Caliente, la lucha de este rincón de Michoacán pasó totalmente desapercibida. Y tal vez fue por la falta de armas largas o por tratarse de la rebelión de un ejido donde no hay limoneros, aguacateros o ganaderos, pero ni una palabra fue dedicada a estos campesinos que con piedras y palos bloquearon las carreteras y lograron sacar los traficantes. O tal vez fue porque parece que en esta tierra haya nada menos que petróleo y para explotar los hidrocarburos no sólo es conveniente sino casi necesario que los territorios donde se encuentra el precioso líquido sean lo más vacío posible. Cualquiera que haya sido la razón, los habitantes del ejido de Barranca Seca fueron dejados solos y si por un lado su lucha logró sacar al cártel del Milenio y a los Zetas, por el otro no pudo detener la avanzada de los Templarios. El resultado es que donde hace diez años había movimiento, resistencia y vida hoy sólo hay fantasmas.
Pantla pertenece al municipio de Coalcomán y aparece a nuestra derecha después de una media hora de camino de Hihuitlán. Cuarenta y siete casas desiertas nos reciben en un silencio tumbal, sólo un perro ladra detrás de una reja herrumbrosa. Aquí hay dos casas habitadas, no se ven ni mujeres ni niños, no se escuchan ruidos, sólo están dos hombres descargando un carro de leña. Padre e hijo contestan rápido, mirando en otro lado, dice que se quedaron en el pueblo a pesar de que todos se fueron y siempre estuvieron “muy a gusto”. No queda claro cual sea el gusto de vivir solos en un pueblo abandonado al descuido del gobierno y a la furia del narco, lo que sí queda claro es que no quieren hablar más.
El Guayabo, el segundo pueblo fantasma, se encuentra a otra media hora de camino, costeando milpas quemadas y campos de pasto seco. Las casas en ambos lados de la única calle se ven vacías, las ventanas rotas, también las que tienen ropa tendida en el patio son solas y obscuras. Dos personas se percatan de nuestra presencia, un señor sentado en la plaza, solo, y una señora que se para en la puerta de su casa, sin ni siquiera pasar el umbral. La cancha de basketball está abandonada, la escuela clausurada.
A unos quinientos metros de distancia está Ahuijuillito, el tercer pueblo. Nos paramos, bajamos del carro, tomamos fotos. Una señora con un niño aparece de la nada y hacia la nada se va, contestando a la única pregunta que alcanzamos dirigirle cuando ya está lejos: de las veinticinco casas del pueblo sólo cuatro están habitadas. Los árboles han invadido los jardines, una cubierta que hace tiempo fue el columpio de algún niño pende de una rama seca. La puerta de la iglesia está serrada, pero no tiene candado. No la forzamos por respeto al único lugar que quizás quede sagrado en un pueblo que exhala desolación.
Don Jesús García Martínez se levanta de su hamaca cuando ya estamos a punto de salir, saluda contento de recibir una visita inesperada y cuenta que son tres años que está viviendo solo con su perro, él y otras tres familias, dos viejitos que viven al fondo de la calle y los habitantes de dos casas más abajo. Nadie que pueda manejar un carro, nadie que pueda contactarse con el “mundo externo”, el único enlace es el señor que cada lunes a las nueve de la mañana pasa a vender tortillas. Hace diez años había mucha gente, recuerda don Jesús, pero luego todos se fueron, quien a otro lado, quien a “otro mundo”. Hasta acá llegaron los Templarios, con sus masacres indiscriminados, a sembrar muerte donde sólo había campesinos que sembraban maíz.
Si todo el estado es considerado un territorio estratégico, estos cerros que se extienden entre Michoacán, Jalisco y Colima lo son aún más: la riqueza minera del subsuelo, la presencia de la preciosa madera sangualica en los bosques, la cercanía con la costa michoacana y el puerto de Manzanillo, la posibilidad de moverse fácilmente entre los tres estados colindantes, hacen de esta parte del municipio de Coalcomán un botín cautivador para el crimen organizado. También aquí existe la sospecha de que las matanzas no sólo se debían a enfrentamientos entre bandas rivales del narco, sino que éstas sirvieron como una medida para vaciar el territorio de sus pobladores.
«Cuando trabajaban en Puerta de la Mina, sacábamos costales de animales muertos de nuestro territorio, los peces flotaban sin vida y hasta se murió un niño que vivía en las orillas del río, después de una enfermedad de qué nunca se aclaró el origen. Yo mismo, cuando era niño, tenía manchas en la piel por bañarme en estas aguas, que antes eran puras y limpias», recuerda un hombre originario de Tepamillo, municipio de Chinicuila. Y agrega: «ahora, después de casi treinta años, la naturaleza apenas empieza a recuperar su forma originaria, pero escuchamos que quieren reactivar los trabajos y empezar otra vez con la contaminación». Al acercarnos a la mina, y preguntando en las comunidades alrededor, resulta que la reactivación de La Minita es más que un rumor.
Los habitantes de Guadalupe del Cobre, en una reunión convocada por el Concejo para el Desarrollo de Coalcomán –organización recién nacida y conformada por ciudadanos del municipio que, independientemente de las autodefensas, buscan reorganizar la sociedad coalcomanense– denunciaron que desde hace unos meses se volvieron a ver camiones llenos de tierra y expresaron la inquietud de saber quien estaba explotando su territorio.
Una mirada hacía la minería en Coalcomán
La publicación Panorama Minero del Estado de Michoacán, de julio de 2013, editada por el Servicio Geológico Mexicano, informa que la historia de la minería en Coalcomán remonta a 1807, cuando en este municipio fue establecida la primera fundición de hierro y acero en la América hispánica. Después de una interrupción de los trabajos debida a la guerra de la independencia, en 1823 el Gobierno se vio obligado a suspender la ley que prohibía al capital extranjero trabajar las minas y –en el contexto de disputa entre ingleses y alemanes para controlar la actividad minera– se empezaron a llevar a cabo exploraciones para investigar las manifestaciones minerales en localidades como El Cobre, El Tabaquito y La Guadalupe.
Desde los años 50 del siglo XX fueron muchas las compañías que aprovecharon de la riqueza del suelo coalcomanense: Minerales de Puebla, Minerales de Colima y Compañía Minera Peñoles entre otras. En julio de 1994 la unidad suspendió las operaciones por agotamiento de los metales y después de veinte años, a mediados de 2006 la Pacific Barite Corporation S.A. de C.V., con sede en Zimapán, Hidalgo, reinició la explotación por barita en La Minita y la exploración del Tabaquito.
La fuente de esta información, una tesis de 2013 para el Programa de Postgrado en Ciencias de la Tierra de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), declara que en los últimos años se realizaron trabajos de explotación de forma intermitente. Lo que no dice es que estos trabajos fueron realizados por Los Caballeros Templarios. Este detalle se dio a conocer después del levantamiento de las autodefensas, con el cual se logró que los bienes extorsionados fueran entregados a sus legítimos propietarios. En este caso, la mina correspondería a Erick Marte Rivera Villanueva, diputado federal del Partido Acción Nacional (PAN) y fundador de la Barite Pacific Corporation. Hace tres semanas, tras años de silencio, el panista cuestionó a Rafael García Zamora, presidente municipal de Coalcomán, sobre la supuesta explotación de sus terrenos por parte de los comunitarios.
En La Minita no hay evidencia de la presencia ni de esta compañía ni de otra. Las veredas son cuidadas, libres de árboles o ramas caídas y el material rocoso parece recién revuelto. Pero las instalaciones se ven abandonadas y el sitio desierto. En cambio, existe un sitio minero ubicado en las laderas del cerro, a unos diez minutos de distancia, que no tiene nombre ni indicación de pertenencia pero que está en plena actividad. Nada indica que la actividad sea llevada a cabo por la Pacific Barite Corporation y la mina no corresponde a las imágenes de la página web de la empresa. Los pobladores de Guadalupe del Cobre, sin embargo, aseguran que no hay otras minas y que toda esta región, antes trabajada por los Templarios, está siendo nuevamente explotada. Su pregunta sigue sin respuesta: ¿quién está rascando las paredes de Puerta de la Mina? Tal vez en esta respuesta está un primer indicio de los nuevos poderes que intentarán controlar los intereses empresariales de la región en este reajuste del damero michoacano post-autodefensas.