Bicentenario 2010 en México: circo y balas para el pueblo

Colores deslumbrantes llenan el Zócalo capitalino este 20 de noviembre, audiovisuales en 3D, sonido impresionante que satura la plaza de la Constitución, fuegos artificiales y antorchas gigantes, bailarines; luces cegadoras que forman parte de las conmemoraciones que la clase política en el poder ha decidido motar, en aras enaltecer la catástrofe nacional.

Ríos de gente fluyen sin cesar hacia el Zócalo desde Pino Suárez, Madero, Cinco de Mayo; “el show costó caro y así ha de estar”, “el hastío del trabajo”, “lo importante es celebrar”, y además “las olimpiadas de China y el show es gratis” –faltaba más. Entre “el cielito lindo”, ojos de papel volando se detienen en una imagen pueril y repulsiva: entre la multitud, frente a la catedral, los grandes camiones verde olivo, pero esta noche con cargamento inusual: mujeres humildes y niños sonrientes atiborrados en el lugar “más honroso” para presenciar el espectáculo, a un costado los sardos armados hasta los dientes.

En medio de circo folklórico sorprende la pulcritud con que se cuidó omitir cualquier contenido real del suceso conmemorado. La revolución mexicana que se vende en el “show centenario” no sabe de Magones ni de Villas, mucho menos de pueblo insurrecto, y de tierra y libertad.

Del porfirismo enarbolado, a Madero como el artífice revolucionario, en seguida, un mínimo “muera el mal gobierno”, en voz del Indio Fernández, es acallado rápida y felizmente por la “época dorada” del cine mexicano, con sus no menos felices Infantes borrachos y sus chorreaditas “chamorronas”. Ante nuestros ojos la más cruda desnudez del desastre, evidenciada en la penosa pobreza del discurso oficial: la celebración frenética de la revolución por parte de la clase política contrarrevolucionaria hace del drama nacional una comedia.

Más de 2 mil millones de pesos en el ocioso despilfarro del bicentenario de la independencia, otros millones más en el circo centenario –con todo y sus gradas de coliseo romano-, que más da si el pueblo ha de costearlo con patrimonio e impuestos; eso o el robo público a las pensiones o “fondos para el retiro” ganados en vidas enteras de trabajo -qué más da-, eso, o el aumento al salario de Felipe Calderón -solicitado por él mismo y aprobado por la Cámara de Diputados la semana pasada-, merecido lo tiene “el capitán” por haber llevado al país con tal rapidez hacia el naufragio que hoy padecemos. Monigotes gigantes de miles de dólares, albercas ambulantes en Reforma, millones y millones en circo y balas… que más da si el pueblo mismo ha de pagarlo, de una u otra manera, a sudor y sangre.

El derroche, inimaginable para la gran mayoría, representa una burla descomunal a la desesperación de los mexicanos que padecen, en todas la latitudes, la pesadilla en que han convertido éste país. La injusticia, la miseria –aproximadamente la mitad de la población vive en condiciones de pobreza-, la impunidad, el desaliento de los 7 millones de jóvenes que no estudian ni trabajan, y recientemente, un rating de violencia casi sin comparación: de enero a agostó de 2010 se registraron 13 mil 300 homicidios en 20 entidades federativas, lo que representa un incremento de 28% respecto del mismo periodo en 2009.

Así, mientras las celebraciones siguen su curso, jóvenes marchan en Ciudad Juárez demandando la salida del ejército y repudiando la violencia que ha dejado cerca de 2 mil 800 muertos durante el 2010 –en su mayoría jóvenes- sólo en la urbe chihuahuense. A ello el gobierno responde con más violencia y sus granaderos golpean a estudiantes que se manifiestan en solidaridad con los juarences en la ciudad de México; al tiempo que ostenta orgulloso el monumento a la invasión disfrazada –cada vez menos-, el centro de espionaje de Washington erigido en pleno Reforma.

En tal contexto, el festejo contrarrevolucionario se convierte en una afrenta más en la tragicomedia nacional -¿cuántas otras?-, pretendiendo inútilmente depurar cualquier contenido que insinué la única razón fundamental por la que hoy día es obligado traer a la memoria la revolución de 1910: hay momentos históricos precisos en que la indignación y la rabia colectiva hacen de la revolución una cuestión ineludible.


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