Miradas congeladas

Las hermanas Castañeda Valenzuela. Rincón de Romos, Aguascalientes, México. Primeros años década de 1920

Un vestido florido, dibujos pequeños y apretados, tela de paño de algodón para su hechura; en la parte inferior tres flecos dan textura al vestido, es de cuello cerrado y mangas largas, muy a la usanza de los vestidos de principios del siglo XX en la provincia mexicana. Justamente se trata de ello, años veinte en un pequeño rincón del centro del país. Es la hermana mayor de mi abuela quien porta el vestido y quien aparece primero en esta única fotografía que captura aquella época. Desconozco su nombre, pero puedo ver que porta un anillo, por lo menos, en cada mano, a pesar de que en la izquierda lleve otro adicional en el dedo meñique.

La mirada no mira la cámara que la captura, su mirada ve al infinito que está fuera del cuadrante del lente, mira con cierto vértigo, está y no está presente. Su postura indica que es una adolescente con fuerza para comerse el mundo pero atrapada en una época en la que ya tiene edad para encargarse de sus hermanas menores (sobre todo si el padre se fue a esa revoltura llamada revolución y la madre trabaja demasiado), trabajar como mujer y olvidarse de estudiar o salirse del molde. Pobre tía, si ella hubiera nacido ahora, tendría nuevamente un peso doble por ser mujer aunque también podría decidir estudiar, pintar con la mirada de esos ojos tristes, viajar y luego, tal vez, tomarse un tiempo para descansar y tomarse la foto junto a sus hermanas, rápido que tengo que hacer algunas llamadas, ver lo mis exposiciones…y sin embargo ni su nombre de pila queda ya. Hace tiempo que la vida le dio un descanso y sus huellas se borraron para siempre, de no ser por esta fotografía ni siquiera tendría idea de su existencia. Ella aparece en el lado izquierdo de la vieja fotografía.

En el costado derecho está la menor de las hermanas Castañeda Valenzuela, también la más coqueta en su pose y la que mira con un acento de curiosidad ante la novedad de la cámara fotográfica –en aquellos años un armatoste de gran formato y poca elegancia. Por aquellos años mi tía Cuca debe haber tenido no más de seis años y por el cruce de piernitas, el vestido blanco (suéter del mismo color), y el moño en la cabeza, ella debió ser una niña muy inquieta, algo que forma parte de la definición familiar. A diferencia del cabello largo y perfectamente recogido de su hermana mayor, Cuca tiene un corte de cabello bastante particular, llega hasta la oreja y tiene un fleco que realza la curiosidad de su rostro. ¿Qué sucede, qué va a pasar? Parece preguntarse mientras se congela el instante. Resulta que a la tía Cuca sí la conocí, bueno, digamos que ella me conoció a mi en circunstancias algo complejas: cuando mi madre, su sobrina, decidió llevarme en adecuada presentación, la tía Cuca rápidamente se emocionó y me cargó, resultado de ese exabrupto fue un vuelco al corazón que casi la mata. La tía, además de coqueta e inquieta, era cardiaca.

Sólo para que este ejercicio sea valioso, recuerdo que la historia que esta niña temerosa y curiosa de la fotografía vivió, resultó una historia truculenta, migró a Estados Unidos, nadó por el río Bravo por supuesto, uno de sus hijos (o sea un tío mío) siendo joven fue enrolado en el ejército y enviado directo a Vietnam; otra hija de ella, la tía Lola (quién siempre recuerda a su hermano Chava por ser un héroe en la lucha contra los comunistas) vive a pocas cuadras de la casa de mis padres. En fin, la tía Cuca resultó un personaje lleno de vida aunque tuvo que abandonarla mucha antes que sus hermanas mayores: ser cardíaco no es precisamente lo mejor para cruzar el río Bravo llevando la vida y los recuerdos a cuestas.

Y en medio, mi abuela Lupe, la única que decidió desafiar el lente, enfrentar a su época con desparpajo y mirar de frente una cámara que congelaba su expresión altiva y segura. Ahí parada, parece dominar la situación, aunque su asombro real no lo alcanza a disimular del todo, sin embargo, su porte decidido, un brazo a medio poner en la cintura, los dos anillos en la mano derecha y el peinado de chongo hacen de ella la mujer que se adelanta a su familia, a sus hermanas, la niña que vive despierta al mundo, tal y como siempre vivió, hasta que una madrugada de agosto su cuerpo murió.

Lleva una falda larga con rayas en relieve, se adivina una tela cercana a la lana, un color azul grisáceo; la blusa es de corte marinero, la longitud de las mangas, el cuello, el bolsillo izquierdo y un filo inferior terminados en rayitas blancas. Un blusa inusual como lo fue ella en su familia, en su época y talvez hasta en su muerte. Todavía hoy desde la culpabilidad que no puedo borrarme, luego de pasar más de veinte años a su lado – sus últimos veinte años- aún me es posible sentirla en el terrible encierro que significó el abandono de la mayoría de su familia. Salvo mi madre, la hija que significó el símbolo de la discordancia, nadie más tuvo el coraje de enfrentarse a la vida de la abuela, nadie más le tiró un cabo para que no se ahogara en el naufragio.

Con la mirada fija que la caracterizó siempre, en esta fotografía de infancia ella decide poner en jaque la labor de la fotografía, mira de frente e interpela. Se rebela y procede a la larga serie de actos subversivos constitutivos de su vida: tener una juventud relajada en cadenas e intensa en alegrías y penurias, bailes de pueblo que recuerdan la fugacidad de su baile, su risa y su carácter fuerte sin miramientos; rompió también al enamorarse perdidamente de un ingeniero que construía una presa, alguien de más edad que la protege como tal vez mi bisabuelo no lo hizo cuando la bola se lo llevó; alguien que la amaba por encima de su propia familia, por encima de todo. Su boda, una luz en medio de la oscuridad de la provincia mexicana de posguerra, su boda también fue la consagración de la ruptura familiar en aras de un proyecto de vida distinto. La vida tenía una jugada distinta al dejarla viuda poco tiempo después; el asesinato de su esposo en un episodio de arrabal, un hijo recién nacido y otro por nacer, el despojo de su bienes incluyendo su vestido de bodas, la culpa y la tristeza, todo en un mismo saco, todo al mismo tiempo. Nada sería igual, basta con señalar que su vida a partir de ahora fue una vida a contra corriente, fue el declive de esta mirada fuerte que mira a la cámara, se trató de una nostalgia constante.

Poco antes de morir, mi abuela confesó, una tarde como tantas otras, superando la ignorancia y la torpeza que me pesan hasta el día de hoy, en una tarde me contó que los años en los que la vida la llevaba y la presa se construía fueron los años más felices de su vida. Me confesó también a manera de petición, que daría hasta el aliento por regresar a esas tierras   y esos escondites llenos de lagos y secretos al lado de su compañero; tal vez se limitó a pedirme que al morir la lleváramos a Aguascalientes. Hoy espero el momento para tomar sus cenizas de la iglesia de provincia en donde descansa y expandir sus restos en el agua transparente de aquella presa; misma presa que congeló otros episodios de nuestra vida familiar: el agua como imán de ciertas mecánicas humanas.

Alguna vez también me sorprendió con el relato de que algunos muertos cuándo se les convoca de nuevo al mundo de los vivos, para facilitar su inmersión, ocupan temporalmente la forma de aquellas palomillas ciegas que entran inesperadamente a las habitaciones, permanecen inmóviles durante mucho tiempo y están a la expectativa de conocer el motivo de su convocatoria. Ella afirmaba que esto lo había escuchado cuando era niña aunque no recordaba el verdadero origen; en los años previos a su muerte, sin saberlo aún, platicaba mucho sobre este asunto sin saber que la hora decisiva llegaría casi por sorpresa.

La última vez que vi aquellos ojos sosteniendo la mirada subversiva y valiente, todo estaba dicho. Ella ya no me miraba, o tal vez a través de mi veía su reencuentro con esa vida pasada y perdida, sus ojos lo decían todo: la muerte estaba llegando; las últimas palabras que le escuché fueron clamores de perdón por sus errores pero fueron también ojos de revolución, de cambio, recordatorios que me imponían la fugacidad de la vida.

Esta fotografía es sólo una ventana al futuro que fue el pasado, al origen materno que predispuso que en esos momentos lo que viene por construir pase por la fugacidad de nuestra vida. Es una mirada congelada que adivina la dura decisión de arriesgarlo todo en una lucha prolongada; guardo esta mirada para acompañarme de ella y unirla a otras tantas que me permitirán soportar la dureza de los días.

Heriberto Paredes Coronel

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