Dios nos puso aquí y sólo él nos va a sacar

El noroeste de Chihuahua resulta un terreno inhóspito. Al dejar la capital del estado, mientras viajamos en un auto a toda velocidad, vamos descubriendo que cualquier descripción previa de esta zona del país, resulta, al menos en este día, inútil. Nada se parece a lo que estamos viendo: dunas debajo de la carretera, valles sin fin y muertos de tanta sequía, colores ocres y un cielo azul que pesa sobre nuestra vista. Ni siquiera esta crónica puede transmitir lo que significa estar viajando entre este desierto pedregoso que se nos anuncia como una de la zonas más peligrosas del país. Ejercicio que sólo tiene fin intentar transmitir que debajo de esto hay muchas cosas que desconocemos en el centro del territorio, no necesariamente cosas que confirmen las historias de terror que la guerra ha dejado, al contrario, lo que encontramos a la misma velocidad del vehículo es una retahíla de historias de vida que hablan de gente trabajadora y de mucho apego a la tierra agrietada que aún se esfuerza en dar frutos. Y el sol arrecia.

Llegamos al municipio de Casas Grandes luego de pasar por Buenaventura, Lebarón y Nuevo Casas Grandes. Nos encontramos con una comunidad muy colorida, con vida en las calles y muchos árboles por doquier, calles de tierra y casas de tablaroca  al estilo de los suburbios del sur de Estados Unidos. Todo era contraste en este pueblo chihuahueño, y nada nos indicaba que era uno de los puntos más transitados en la ruta del cártel que controla esta plaza, el cártel de Juárez.

Las personas caminaban relajadas y con un aire de tranquilidad, abanicándose las señoras mayores y en camisetas sin mangas los más jóvenes. Fue en esta población donde conocimos a don Luis, campesino de baja estatura, delgado y piel oscurecida por el sol de  largas jornadas en los desérticos sembradíos cercanos a la sierra; este campesino de 70 años, avecindado en una pequeña casa de una comunidad llamado Casas Grandes, ahora dedica sus días a pequeñas tareas de jardinería en los patios de los vecinos, a pasear por la plaza central en las tardes calurosas. Mientras juega con un palillo en la boca, don Luis nos cuenta que nunca ha salido de esta región y que no piensa hacerlo, “no nos pueden obligar a dejar esta pedacito de tierra que nos vio nacer, hemos trabajado toda la vida para hacer florecer aunque sea un poco los potreros, nos hemos partido el lomo para sacar agua de las piedras y nunca hemos bajado la guardia, Dios nos puso aquí y sólo él nos va a sacar”. Un repentino viento sopla y refresca, un colibrí se acerca con dificultad a una flor que se mantiene erguida cerca de donde platicamos.

“Nos ha tocado vivir con mucho esfuerzo pero no todo es malo, siempre hemos tenido tiempo para divertirnos, para juntarnos entre los amigos y para disfrutar de un momento con la familia. Cuando todavía trabajaba en mi terrenito y tenía los becerritos, me gustaba mucho levantarme temprano, sentir el aire frío que cortaba la vista y caminar por las veredas más solitarias de esta zona. Estos recuerdos que tengo me hacen mantenerme firme: no me iré, por mucho narco, por mucho milico, por mucha cosa que nos digan.” La mirada profunda del campesino retirado nos mira con tranquilidad y con asombro, tal vez porque para él también seamos personajes de otra época y de otro mundo, por primera vez dos extremos de un mismo país se encuentran sin que el prejuicio sea el intermediario.

Nuestro primer día termina, a estas alturas ya sabemos que nuestra misión no es documentar los estereotipos sino hilar fino y tratar de percibir los detalles. Uno de ellos es la manera en que se defienden de los ataques de las instituciones, de los centralismos de esta patria revuelta, nuestra tarea es registrar los gestos, las palabras, las acciones. Eso hacemos y no pensamos detenernos.

Los miles de kilómetros que comprende el noroeste chihuahuense ven crecer, año con año, las mejores nueces de todo el país y posiblemente unas de las mejores del mundo, no por nada la sección agrícola del gobierno turco ha entrado en pláticas con los campesinos para echar a andar acuerdos comerciales que permitan la importación de cosechas enteras de nueces hacia el mercado asiático. El segundo producto que sostiene la economía –pese a lo que se piense- es el chile jalapeño. Precisamente Nepomuceno, señor de cachetes regordetes, con la actitud norteña que tanto gusta en el resto del país, siempre con un chiste en la boca y con el tono de habla que no puede imitarse si no se ha pasado mucho tiempo por acá. Don Nepomuceno tiene un camión de carga que recorre sin parar la carretera que hila todas las carreteras de las zona, transporta alimento para ganado cuando se puede, nueces y chiles la mayoría de las veces.

“Llevo muchos años manejando la troquita. Desde chiquillo me gustó manejar, mi padre me enseñó cuando tenía doce años y desde entonces no he parado; cuando era joven trabajé en algunos paradores de la carretera para poder comprarme mi camioncito y poder ayudar a mi familia. Mis hermanos se fueron al otro lado y fui el único que no se quiso ir. A los veinte por fin pude comprarme un camión pequeño, luego ya fui cambiando pero empecé desde abajo y eso me hizo sentir muy bien. Todas estas tierras y comunidades las conozco como si fuera la palma de la mano, como dicen, toda la gente de por acá me conoce, paso y me saludan con una sonrisa que me hace sentir bien. Mi esposa no es de por acá, ella viene de la ciudad, ella viene de Juárez y quedó encantada con la tranquilidad de la vida en Buenaventura. Sí hay narcos y militares, pero ellos no se meten contigo si no los provocas, los que realmente nos dan molestias son los federales, esos cabrones nomás nos piden dinero y cada vez que pasamos por sus retenes quieren quitarnos las trocas”. Se ríe Nepomuceno y nos muestra su dentadura perfecta, su cuerpo regordete se mueve completo y parece que hubiera contado un chiste.

Nepomuceno regresa a su postura de tranquilidad y nosotros empezamos a reírnos porque nos parece una especie de Buda del camino, una ejemplar digno de lo que popularmente se conoce como “güero de rancho”. Enfrente tenemos a David,  joven de veintitantos que con su gorra y su mirada bonachona resalta entre tanto sombrerudo, porque eso hay que decirlo, en el noroeste del enorme estado de Chihuahua, los hombres usan sombreros y las mujeres rechazan las fotos porque no están “listas y maquilladas”, aunque esta explicación sea más un pretexto que una razón. En lo particular tengo una peculiar fascinación por los sombreros y mi compañero de trabajo se ríe cada vez que tomo una fotos de sombreros entre tanto paisaje inesperado.

Pero David usa gorra y tiene sus mejillas rojas de tanto sol y de tanto exponerse a la intemperie en las recolectas de chiles en las que trabaja desde hace ya cinco años. Es un muchacho soltero que dedica sus salarios al apoyo familiar y de vez en cuando a mejorar su arsenal de botas: le fascinan y las usa sólo cuando sale los fines de semana a bailar. Esa es su pasión, la música norteña que provoca el baile y la convivencia, algunas cheves y conquistar muchachas. La guerra para David es una realidad, pero también es algo que intenta superar día con día, “porque no se puede vivir pensando en los levantones y en la presencia de los milicos, hay que superar esto y mantener la vida que nos ha costado mucho mantener. Si no hiciera esto ¿qué les voy a dejar a mis hermanitos? ¿una vida llena de miedo? Nombre, si lo que se merecen es que cuando sean mayorcitos puedan salir a pasear y puedan caminar por las calles del pueblo sin estar pensando en toques de queda y esas cosas. Por eso trabajo ahora y por eso no me quiero ir de aquí. Muchos piensan que es mejor irse a Estados Unidos y olvidarse de todo, pero yo no quiero irme, me gusta mi trabajo, me gustan los chilares y su olor, me gusta vivir de este lado de la línea”.

Nuestra visita en la región se multiplica en muchos relatos similares, pasan los días y encontramos a personas con una sonrisa en el rostro que nos confirma la sensación que ahora priva: estamos descubriendo una parte del país que ni siquiera suponíamos y que nos ha dejado sorprendidos. Al mismo tiempo que la sorpresa nos invade, una agradable sensación de confort y pertenencia provoca que pensemos en abandonarlo todo y quedarnos aquí, entre la gente que nos ha acogido. Ese impulso de quedarse y no irse, de romper con la vieja fórmula de los que se van y los que se quedan, es división que clasifica y que marca distancias.

Pero tenemos que regresar, tenemos que contar esta experiencia y mostrar los rostros de quién nos ha cambiado la perspectiva. El camino se repite hasta llegar nuevamente al punto de partida, apretones de manos y abrazos que determinan todo, el abordaje del avión y el regreso a casa.

Por Heriberto Paredes Coronel

Agencia Autónoma de Comunicación (AAC)