Es la una de la mañana. La alegría de llegar al destino se diluye con el cansancio. El convoy escoltado por la Policía Federal (PF) llega a la periferia de Apizaco, Tlaxcala, urbe con historia ferrocarrilera. La policía por esta vez no pide “papeles” a los más de sesenta centroamerican@s del autobús que forma parte de la Caravana, por el contrario, la escolta; «sirven a la comunidad», como reza la inscripción en sus camionetotas. Increíble.
Este contingente viajero se llama Caravana-peregrinación por el Diálogo, en cada parada exige lo mínimo: seguridad, trato digno, diálogo para atender las razones del éxodo migrante.
Trans, mujeres, hombres, niños y niñas, madres solas o con hij@s, padres solitarios, familias completas, compañer@s de dolor de cuatro nacionalidades, pernoctan en el Albergue La Sagrada Familia que esta noche se encuentra rebasado. Llegaron casi cien personas y sólo se dispone de dos cuartos con media docena de literas para cada sexo.
Las seis transgénera que viajan en la Caravana, duermen con las mujeres. «Nuestra lucha es también por ser mujeres», comentará Barbie Brigitte días después. Otros pasan la noche en la explanada, una cancha de basquetbol alumbrada por la luna.
La Sagrada Familia se encuentra al pie del paso del tren de carga Ferrosur, empresa que dispuso pilares de concreto para impedir que l@s viajer@s ascienden o desciendan del tren de carga justo frente al Albergue. Quienes sostienen el modesto refugio que recibe de treinta a cuarenta migrantes a la semana, son voluntari@s laicos o afines a la parroquia católica de Cristo Rey, de la que destaca su cúpula como burbuja en el desierto.
Además de las dos habitaciones, el Albergue cuenta con cocina y un pequeño consultorio de lámina donde atienden a los viajantes frecuentemente heridos por las barras de concreto de Ferrosur o por enfermedades respiratorias y digestivas contraídas en el camino.
Para quienes viajan en el lomo de La Bestia (el tren de carga que va de Sur a Norte), llegar hasta Apizaco sin haber sido víctima o testigo de algún abuso es sinónimo de bastante fortuna, de suerte. Únicamente el peregrino/a conoce realmente cuánto ha padecido durante los kilómetros recorridos desde que salió de su tierra; las fronteras esquivadas o cuántos días debió caminar a pie o sin comer.
Hambre, frío, miedo, extorsión, accidente, horror; maras, Zetas, se vuelve a escuchar de las bocas secas de los protagonistas de los relatos, cansados ya de repetirlos, a petición, l@s viajeros comparten su testimonio una vez más, hasta nombrar el terror con naturalidad, con el dolor casi indoloro.
Una vez montado en La Bestia que se toma en Arriaga, Chiapas, la meta es llegar con bien a Ixtepec. Un viaje que en automóvil se puede hacer en cuatro horas, en el tren puede tomar un día completo. En el Albergue Hermanos en el Camino, habrá alimento para el cuerpo y para el espíritu, se sabe de oídas que un hombre religioso que viste de blanco les ayudará, aunque él también es viajero y no se encuentre siempre en el Albergue, habrá alguien con quien compartir sus desgracias.
Las historias se parecen: dejar el lugar de origen a causa de la miseria, la violencia, la discriminación; buscar una mejor vida, huir de la persecución, dejar atrás, dejar, buscar. El camino se vuelve una guerra por la sobrevivencia. Tan sólo en el recorrido entre la frontera de Guatemala para llegar a Ixtepec, Oaxaca ya han sido víctimas de extorsión, asalto, abuso sexual o testigos de muerte.
Pero el camino que sigue también es duro; por ejemplo a la altura de Medias Aguas en Veracruz, continuar con vida en La Bestia cuesta por lo menos 100 dólares y depende de la coyuntura puede subir a 200. No se distingue cuando las autoridades actúan como criminales o viceversa, lo cierto es que en los últimos diez años estos abusos han sido sistemáticamente denunciados y continúan.
A pesar de la gravedad del hecho, la tragedia ya no es noticia, no acapara las primeras planas, ni inunda los discursos de los poderosos. Las centroamericanos no votan. «A nadie le importan», insiste Alejandro Solalinde Guerra, un sacerdote católico de más de sesenta años que no se cansa de denunciar que el responsable de esta tragedia humanitaria es el sistema neoliberal capitalista, «un sistema ojete», repite sin empacho. «Las trasnacionales se han apoderado de toda la riqueza de Centroamérica», señala el Padre de guayabera blanca que, según cuentan las crónicas, él mismo lava y plancha.
Honduras es un país devastado no sólo porque Estados Unidos puso su base militar ahí, infectó de VIH a la población, por las privatizaciones, donde los dueños de sus tierras se vuelven peones, su problemática rebasa al estado hondureño. «Hay seis familias que son dueñas del país», cuenta Solalinde Guerra ante quienes conocen en carne propia estas tres palabras: abandono, despojo, muerte.
En los año 70, mientras en Guatemala, Nicaragua y El Salvador las guerrillas socialistas libraban una dura batalla contra el intervencionismo estadounidense, Honduras fue la base paramilitar para entrenar a la contrainsurgencia. Como brazo armado del despojo, el crimen copó todos los rincones de los 112 mil kilómetros (poco menos que el territorio del estado mexicano de Durango), hasta llegar a ser considerado el país más peligroso del mundo.
La entrada de las minerías, la privatización de las playas del Caribe hondureño, la persecución de líderes sociales, la reciente imposición del oficialista Juan Orlando Hernández (con 21% del voto de la población total), convergen en una problemática que rebasa al Estado hondureño. Es por ello que las fuerzas de esta Caravana se han enfocado en impulsar el diálogo entre Centroamérica y México.
Wilson Alexis, hondureño de La Ceiba, sabe que a pesar de no haber nacido en cuna de oro, tiene Derechos Humanos a donde quiera que vaya. «Tenemos derechos inherentes, quienes somos pobres no es porque lo merecemos». Su discurso es directo y profundo: «se nos enseña que México es nuestro hermano mayor, pero cuando estamos acá nos damos cuenta que este país le hace los mandados a Estados Unidos».
Solalinde Guerra además trata de sentar a dialogar al «gobierno gringo», aunque a decir del Padre, aquél se encuentra bastante molesto porque hace un par de meses, el Instituto Nacional de Migración, presionado por las organizaciones civiles, tuvo que extender un permiso de estancia por 30 días a más de un millar de centroamericanos, quienes lograron avanzar en la Caravana que exigía #Libretránsito. Después hubo redadas y deportaciones masivas.
Saben que no forman parte del porcentaje privilegiado que puede quedarse en casa y aspirar a una vida digna; por alguna razón a ell@s les ha tocado “pagar” muy caro para avanzar en su camino.
Castigo al triángulo
El endurecimiento de las políticas migratorias ha venido de la mano con el control de las rutas históricas de tránsito por parte del crimen organizado. Esta mala combinación ha dejado un saldo de más de 70 mil migrantes desaparecidos según estimaciones del Movimiento Migrante Mesoamericano.
Un informe de la Oficina de Latinoamérica en Washington (WOLA por sus siglas en inglés) revela que en 2013, 400 mil centroamericanos ingresaron a México sin documentos, para llegar a la frontera de Estados Unidos. Durante este año, el Instituto Nacional de Migración deportó a 80 mil 245 personas provenientes del “triángulo” del norte centroamericano: Honduras, Guatemala y el Salvador. Estados Unidos por su parte, arrestó a 162 mil 751 centroamericanos en un período de ocho meses.
Voces poderosas exigen que la Frontera Sur con México sea «sellada» para evitar el paso desde Centroamérica, mientras tanto el gobierno norteamericano ha incrementado su presupuesto para reforzar la seguridad de su frontera, además ha destinado un presupuesto de más de 9 millones de dólares para la deportación y «reinserción» de la población retornada, entre quienes se encuentran niñ@s y menores de edad.
Podría pensarse que las historias de terror persuadirían a la población centroamericana para no «arriesgarse a venir a México» sin embargo las cifras no registran un decrecimiento, por el contrario el éxodo continúa.