Un ventarrón de protesta
Soñé que se levantaba
Y que por fin enterraba
A este animal que se apesta,
Que grita como una bestia
En medio de su corral,
Que nos hace tanto mal
Y nos causa gran dolor,
Nos chupa nuestro sudor
Y hay que matarlo compadre.
Décima de Arcadio Hidalgo
Aunque nunca ha dejado de sonar entre los músicos del pueblo sotaventino, la música de jaranas o son jarocho goza de una popularidad inigualable y se presenta desde hace unos años como una de las principales expresiones culturales de lo mexicano. En la capital del país, no hay fin de semana que pase sin que resuenen los instrumentos veracruzanos. El son jarocho gusta y se vende bien tanto en nuestro país como al otro lado del Río Bravo, donde los principales exponentes del género graban sus discos y donde florecen nuevos grupos. Y es que tanto los jarochilangos como los jarochicanos encuentran en este género el hilo conductor que los reconecta con sus orígenes a veces inciertos y –como ha sucedido a lo largo de 500 años– enfrentan el destierro, los amores y desamores, a través de la versada liberadora, cantando.
Sin embargo, más allá de su fascinante melodía, de sus aires barrocos con tintes campesinos y del mágico momento que procura el fandango, la duda persiste. ¿Cómo es que esta práctica comunitaria ha logrado irradiar con semejante fuerza en la modernidad individualizante? Como veremos a continuación, el son jarocho sobrevive gracias al generoso esfuerzo de los cultivadores de la tradición. También se recrea a través de encuentros como el de Tlacotalpan –cuyo éxito es cada vez más capitalizado por el gobierno estatal y la industria turística–, y más recientemente a través de eventos que surgen a partir de iniciativas populares, como el Festival del Tesechoacán o el Seminario de Son Jarocho y Otras Culturas, que se presenta como una propuesta pedagógica de largo alcance.
Año con año, desde 2001, la Isla de Tacamichapan, en el municipio de Jáltipan, es sede de este peculiar campamento musical dedicado a la enseñanza del son, sus instrumentos, sus bailes, pero también a la historia regional y el contexto cultural de la cuenca del río Coatzacoalcos. El rancho donde se recibe a los seminaristas nacionales e internacionales forma parte de un proyecto de recuperación y conservación de la flora y fauna de la isla, y lleva por nombre Luna Negra en honor a aquella canción de Los Cojolites que retoma los versos revolucionarios de Arcadio Hidalgo.
Atando cabos: historia y sentido del proyecto
Para Ricardo Perry, director de Los Cojolites y principal promotor del seminario, la entrega al son jarocho ha sido total. Tras haber realizado sus estudios en Letras Hispánicas en la UNAM y después de una estancia de diez años en Xalapa, este imponente personaje de suave voz y trato sincero decidió regresar a su tierra natal. En 1994, ante un escenario de descomposición económica y social ligada al desplome de la industria azufrera de la cual dependía la economía de Jáltipan, Perry fue atraído de vuelta debido al intenso movimiento cultural que, a pesar de todo, se estaba dando en la región. Por un lado, el grupo Chuchumbé –integrado por Patricio Hidalgo, Liche y Rubí Oseguera, Zenen Seferino, Leopoldo Novoa y otros músicos que han entrado y salido del grupo– empezaba a despegar, llevando el son abajeño (del sur de Veracruz) a un inédito nivel de profesionalismo y belleza. Por otro lado, el levantamiento del EZLN en Chiapas cimbraba la cultura política en todo el país y por primera vez, en el vecino municipio de Cosoleacaque, el PRI mostraba signos de debilidad frente a la sociedad organizada. Así, en 1995, la llegada a la presidencia municipal de Darío Aburto –un jesuita con larga trayectoria en el trabajo comunitario, cuya candidatura fue impulsada por un amplio sector social y respaldada por el entonces decente PRD– implicó para Perry la oportunidad de profundizar su trabajo comunitario en la región desde el área de cultura del ayuntamiento.
Desde el gobierno municipal de Cosoleacaque, el otrora periodista cultural dejó de describir la realidad para empezar a transformarla. «No quiero la dirección de cultura así como está —informó Perry a Darío Aburto al asumir el cargo— no me interesa el día del maestro, el día del niño, el día del padre… sino un proyecto de recuperación de la cultura del pueblo, que ha estado muy deteriorada por el proceso de industrialización». Así surgieron dos experiencias que sirvieron de base para el desarrollo conceptual del actual Seminario de Son Jarocho: el Centro Cultural de Arte Popular de Cosoleacaque, con el cual se impulsaron talleres de son jarocho y de recuperación de los saberes tradicionales, como el telar de cintura, y el proyecto multidisciplinario Guardianes de la Tierra, que fomentó el uso de tecnologías amigables con el medio ambiente.
En ese corto periodo de tres años, Ricardo Perry adquirió suficiente experiencia para elaborar una propuesta cultural independiente. Además de participar en la formación del grupo Los Cojolites, cuyos jóvenes integrantes se habían acercado al son mediante los talleres de Cosoleacaque, el promotor cultural decidió instalarse en su pueblo y fundar, en 1999, el Centro de Documentación del Son Jarocho, que funge hasta la fecha como uno de los principales difusores del género.
El camino estaba trazado, había que devolverle a Jáltipan lo que el capitalismo y la devastación ambiental le habían arrebatado en las últimas décadas: el orgullo y la alegría de tener un patrimonio cultural de profunda raigambre. Perry vendió su casa de Xalapa y junto con su madre adquirió un predio “pelón” en la Isla de Tacamichapan. No había vuelta atrás: Luna Negra sería un espacio para la conservación ambiental con especies endémicas y una semana al año, sería el punto de encuentro para la transmisión de saberes musicales.
En voz de Perry, no cabe duda de que el seminario «ha sido fundamental en el crecimiento del son jarocho». En esta ocasión, por ejemplo, participaron más de cien alumnos y maestros del más alto nivel. Por parte de Los Cojolites, se impartieron clases de guitarra de son (requito), guitarra grande (leona) y zapateado con Noé González, Joel Cruz y Nora Lara, respectivamente. Además, se contó con la participación de Ramón Gutiérrez, de Son de Madera, Camil Meseguer, violinista de Sonex, Andrés Flores, de Chuchumbé, Fredy Vega, de Los Vega, y Patricio Hidalgo, nieto de Arcadio y uno de los más prolíficos versadores contemporáneos, que ahora dirige su proyecto El Afrojarocho. Por su parte, el decimista Fernando Guadarrama también compartió su conocimiento y talento sobre la versada a lo largo de estos siete días, así como la tejedora de Cosoleacaque, Leocadia Cruz Gómez, mejor conocida como Tía Cayita, merecedora del Premio Nacional de Ciencias y Artes en 2006, en la categoría de Artes y Tradiciones Populares, quien se encargó de enseñar el oficio del telar de cintura. Finalmente, en ánimos de ofrecer una visión integral de la cultura en el sur de Veracruz, se invitó al antropólogo Florentino Cruz Martínez, director de la Universidad Veracruzana Intercultural-La Selva, a que impartiera cinco cátedras sobre historia y cultura de los pueblos nahuas y popolucas de la región.
Desde luego, la movilización de estos talentosos exponentes (y sus respectivas familias) no fue tarea fácil. Cada año la búsqueda de financiamiento se complica y ha ocurrido que los organizadores terminen poniendo de su parte. Perry menciona que el costo de recuperación que se pidió a los asistentes en esta ocasión fue de 4 500 pesos, con lo cual se logró apoyar a varios becarios y cubrir el 80% de los gastos. El resto se consiguió con el gobierno del estado y el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. En otras palabras, el seminario camina (casi) solo, movido por el entusiasmo de los organizadores, los maestros que regresan año con año y los alumnos, que también se han acostumbrado a regresar para adentrarse en el género y descubrir nuevos instrumentos, como el violín, que se enseñó por primera vez en esta decimotercera edición del seminario.
El método es el fandango
El acercamiento al son jarocho que se propone en este espacio insular no busca ni la especialización ni el virtuosismo de los aprendices. Desde el primer momento, el alumno escoge un grupo de trabajo en función del instrumento y del instructor que desea descubrir, existiendo de este modo una variedad de niveles y edades al interior de cada grupo.
El aprendizaje se realiza de dos formas. Por un lado, con el apoyo de los maestros y de los demás seminaristas, se transmiten los códigos musicales y sociales que en tiempos pasados se incorporaban de manera “natural”. —Ustedes tienen suerte, yo aprendí mirando —relata Noé a sus alumnos de requinto mientras enseña pausadamente las figuras del Balajú. Si bien el respeto de los códigos es de rigor, en algunos aspectos parece que la tradición depende de la libre inventiva de los ejecutantes. —El son jarocho es nuestro jazz, lo reinventamos generación tras generación —explica el requintista de Los Cojolites.
Por otro lado, se busca la integración práctica de los distintos instrumentos. Por las tardes, los grupos se juntan para ensayar los conocimientos adquiridos en torno a la tarima de Nora Lara, y ocurre que se olvida la dimensión escolástica del ejercicio para transformarlo en un verdadero fandango diurno. Así, además de los alumnos de Nora, las sabedoras del zapateado se trepan al sagrado cuadrilátero cuando se interpretan “sones de montón” como La Guacamaya; el impulso es casi irresistible para los caballeros cuando resuena El Buscapiés, que se baila en pareja. Caída la noche y caída la abrumadora temperatura primaveral, alumnos y maestros se reúnen en improvisados fandangos que son aprovechados para seguir practicando.
Tradición y resistencia
«La música folklórica no lo es porque la ejecuten los cantores populares, campesinos, analfabetos, prácticos, pobres, etc., sino por su condición de música sobreviviente», decía el estudioso argentino Carlos Vega.* En el caso del son jarocho, una de las condiciones de su sobrevivencia radica en la capacidad que han tenido estos músicos profesionales –entre muchos otros ejecutantes anónimos– de transmitir sus conocimientos y de mantenerse al pie de la tarima. A pesar de la capacidad escénica que grupos como Mono Blanco, Chuchumbé, Son de Madera o Los Cojolites han demostrado en sus giras nacionales e internacionales, la mayoría de estos artistas nunca abandonaron el fandango.
Sin necesidad de reflectores ni luz eléctrica, esta fiesta comunitaria por excelencia, en muchos casos vinculada al ámbito religioso, contraviene los valores de la sociedad de consumo. Los propios sones, en su gran mayoría ajenos a todo tipo de derechos de autor, aparecen como expresiones fosilizadas de una sociedad que no concebía la posibilidad de adueñarse la palabra. En el fandango, los versos que han trascendido los siglos y las nuevas proclamas de ingeniosos versadores siguen pasando de voz en voz y terminan integrando el corpus infinito del son jarocho, el pensamiento colectivo.
El avance de la industria cultural estadounidense, con todas sus formas de propiedad intelectual, sobre la legislación y la cultura mexicanas, representa desde luego una amenaza frontal para el desarrollo y devenir de las músicas tradicionales. En este sentido, el seminario abrió un espacio para la reflexión por medio de una plática que ofreció Samuel Aguilera sobre identidad y derechos culturales. Este abogado y versador radicado en Tuxtepec, ha dedicado parte de su vida al reconocimiento constitucional de las minorías y sus derechos colectivos, defendiendo particularmente a las comunidades afro-descendientes de Oaxaca y Veracruz. «Cuando la persona o la comunidad sabe quién es, sabe de dónde viene y sabe hacia dónde quiere dirigirse, entonces en el acto mismo del presente logra la autodeterminación», sentenció el abogado, de cuya extensa plática presentamos el siguiente fragmento.
En suma, el Seminario de Son Jarocho no es una propuesta improvisada, por lo contrario, es el resultado de un largo proceso de maduración y de intercambio entre diversos cultivadores del género y la tradición. Ante la violencia y la devastación que agotan cada día más a este país, surge la Luna Negra como una invitación a la resistencia. Casi invisible en medio de la noche capitalista, desde un rincón insular de la patria, se proyecta hacia un amanecer de hermanos y hermanas.
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* La cita la retoma Antonio García de León al inicio de su prominente obra Fandango, el ritual del mundo jarocho a través de los siglos, CONACULTA, 2009.
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