En un artículo de 2003 titulado MUP S.A. La clase política contra el tejido social urbano (Rebeldía no. 10), Adriana López Monjardin afirmaba que con la llegada del PRD al gobierno capitalino y la migración de dirigencias enteras hacia cargos públicos[1], no sólo se había descabezado al Movimiento Urbano Popular en la Ciudad de México, sino que quedaba en entredicho la autonomía y el sentido mismo de las organizaciones que lo conforman. Desde su punto de vista, las «telarañas del poder» habían absorbido a «uno de los movimientos de más larga duración» sin el cual no se podría comprender «la historia de la Ciudad de México, el paisaje urbano y la organización social del espacio». Ocho años han pasado desde la publicación de aquel artículo y nos parece necesario replantear la discusión sobre la lucha social en la gran ciudad a partir de experiencias muy concretas. Ya que a pesar de sus contradicciones, éstas experiencias responden a una necesidad radical de la población –el acceso a una vivienda adecuada– que aún está lejos de ser resulta.
Entrevista con Cristina López, del Colectivo de Grupos de la Asamblea de Barrios
Comienza la semana en un inmueble antiguo del centro histórico de la ciudad de México. La señora Cristina López se alista para una reunión más en el Instituto de Vivienda del Distrito Federal (INVI). Después de casi cuarenta años de vivir aquí, y de haber resistido a varios intentos de desalojo, es ahora la principal gestora del predio ante las autoridades.
Sus hijos están arreglando el local familiar, que se ubica en la planta baja, junto a otros 26 negocios, dedicados todos a la venta de telas. Las hay azules, verdes, rosas, aterciopeladas, de ositos o de rayitas blancas. Se enrollan las cortinas de acero en un estridente sonido que despierta a los últimos dormilones pisos arriba. Los niños y los adolecentes, que suman unos 40, ya van camino a la escuela. El colorido pasillo, tapizado con propaganda revolucionaria, se llena de actividad mercantil. Aunque no todos los comerciantes habitan aquí –muchos vienen desde Chimalhuacán o Ciudad Nezahualcóyotl–, comparten el deseo de permanecer y de seguir ejerciendo su «noble negocio».
Historial de agravios
Cristina nos concede una entrevista. Subimos las escaleras… o lo que de ellas queda. Nos acomodamos en su la sala-cuarto, entre la litera, los roperos y el altarcito de la Santa Muerte. No es la primera vez que habla frente al micrófono, pero siempre le causa emoción platicar su historia.
Nació en el Estado de México y llegó al Distrito Federal a los ocho años siguiendo a su abuela. A sus 12 –sin haber concluido la secundaria y con un incipiente manejo del español– la pusieron a vender fruta en las calles de Guatemala, Jesús María y Academia, en las medianías del antiguo barrio de la Merced. «Cuando llegué a la Ciudad de México llegué hablando mazahua. Iba a la tienda a pedir de mazahua lo que yo quería y no me entendían. Tardaba horas en la tienda para que me despacharan. Hasta que lo señalaba con mi dedo era cuando ya me atendían, nos platica Cristina mientras el recuerdo le rompe la voz, fue muy triste mi niñez».
Ya desde entonces el comercio en vía pública era reprimido, «nunca nos han dejado vender bien por ser humildes, por ser comerciantes ambulantes… siempre nos han discriminado». Eran los tiempos del llamado regente de hierro –Ernesto Uruchurtu (1952-1966)– y para la joven Cristina más valía buscarse un empleador que exponerse a la rudeza de las redadas policiacas. «Me puse a trabajar en las tiendas de tela –por eso yo aprendí en la tela– pero igual allí me fue mal porque mis patrones quisieron violarme, y no se llevó a cabo eso. Pasé como tres tiendas, y en las tres tiendas donde entré a trabajar la tela los tres patrones quisieron abusar de mí». Al fin encontró trabajo en una lonchería que se ubicaba en su vecindad; su nueva patrona sería la casera del lugar. Allí se confrontó por primera vez a la soberbia de los casatenientes del centro. «Escuchaba que decían ‘vamos a correr a fulanito porque se atrasó con la renta, por que no pagó’, y lo amenazaban. La señora tenía un hijo que trabajaba en seguridad pública, era de tránsito. Venía vestido de policía y traía a sus hijos y a unos amigos vestidos de policías para intimidar a la gente».
Los desalojos se multiplicaron y los caseros siguieron lucrando con la impotencia de los inquilinos. Aunque algunos cuartos tenían renta congelada, casi todos los habitantes carecían de contratos de arrendamiento. Algunas inquilinas sufrían acosos por parte del hijo policía: «me acuerdo que las chicas que vivían aquí las convertía en sus amantes. Abusaba de ellas y después hablaba de ellas. A una compañera la violó y después la sacó». Entre 1977 y 1985, a pesar del difícil contexto vecinal, Cristina gozó de un periodo de relativa tranquilidad marital y dio vida a tres hijos y tres hijas.
Nuestra entrevistada interrumpe su plática y señala una cuarteadura que atraviesa el plafón. Es una secuela de los sismos de 1985 que, según la Secretaría de Obras del extinto DDF, dejaron un saldo de más de 4,000 edificios dañados estructuralmente y unos 1,000 edificios colapsados[2]. Aquel 19 de septiembre, decenas de miles perecieron bajo las ruinas de la ciudad, dejando al desnudo un «tejido urbano» que –según Carlos Mosiváis– no era otra cosa más que «la ruinosa trayectoria de los intereses comerciales, la especulación inmobiliaria, la demagogia que estimula la irresponsabilidad, el auge criminal de la industria de la construcción. ¡Qué extraña y qué curiosa coincidencia! Lo que se creía “caos”, el fruto del irredento temperamento latino, no era sino el irónico nombre de la voracidad capitalista. Las decenas de miles de voluntarios, los lectores de periódicos, los damnificados, se enteran con detalle del ritmo de argucias y de violaciones a la ley. A la violencia telúrica la precedieron y vigorizaron décadas de abandono de las reglas mínimas de previsión». (Carlos Monsiváis, Los días del terremoto)
La catástrofe dejó al Estado paralizado y –cuando al fin reaccionó– su respuesta fue autoritaria e insensible ante las necesidades de los damnificados. Además, no fueron pocos los caseros que abandonaron el centro, dejando a los habitantes lidiar con fuerzas mayores: «los del ejercito nos vinieron a decir que nos saliéramos porque estaba dañado el edificio. Pero les decíamos «¿para dónde nos vamos a ir? No tenemos a donde»».
Ante esa situación, Cristina y algunos vecinos decidieron acudir al interlocutor «natural» de aquellas épocas: el Partido Revolucionario Institucional. «Antes el que existía era el PRI», agrega tras un apenado silencio. Sin embargo el encuentro con el partido oficial provocó más desilusión que encanto. «La señora del PRI, en vez de ayudarnos nos dice ‘le conseguimos una prorroga de 6 meses’ —‘Oye, no venimos a que nos apoyes para desalojar ¡Venimos a pedirte apoyo para que no nos desalojen!’ La reacción del grupo fue similar a la de la mayoría de los damnificados: ya no quisimos saber nada del PRI y buscamos por otro lado».
Ese «otro lado» fue la Coordinadora Única de Damnificados, que se convertiría más tarde en la poderosa y multitudinaria Asamblea de Barrios de la Ciudad de México. Cabe mencionar que con aquella resistencia organizada se logró una de la victorias sociales más importantes para la historia urbana de este país: la expropiación de 4,900 predios en beneficio de sus habitantes. Desafortunadamente, el edificio que nos ocupa quedó fuera del decreto expropiatorio y –para colmo– regresaron los supuestos dueños a querer sacar a toda la gente, empezando por Cristina y su familia. Primero quisieron desalojarla a la brava, sin juicio ni previo aviso. Tras fracasar, el nuevo apoderado –que era ni más ni menos que el hijo policía– emprendió un juicio de lanzamiento en su contra en 1986.
Cristina detiene nuevamente la conversación, se dirige hacia su cocina-oficina a buscar unos papeles. Regresa y extiende un enorme archivero con kilos de oficios, cartas, peritajes y notas periodísticas. «Lo primero que yo hice para poderme ir a bronca con el señor fue irme al Registro Público a pagar una búsqueda de libro de 50 años para atrás, para saber quién era la dueña, o quiénes eran los propietarios». Resultó que el hijo policía no sólo no tenía nada que ver con el difunto propietario, sino que no disponía de la Carta Poder correspondiente, o en dado caso no la quería mostrar. Con ese argumento Cristina decidió convertir su hogar en una verdadera trinchera.
Lo que voy a expresar es muy feo pero es cierto: preparé una cubeta llena de meado, llena de mierda, para cuando ellos intentaran abrir la puerta los iba yo a vaciar. Tenía agua caliente preparada, tenía cubetas de jabón con clarasol, tenía amoniaco, tenía gasolina, y un cable conectado a la luz para conectarle el barandal para cuando ellos llegaran a forzar conectar el cable. Fue como nos opusimos nosotros para defendernos.
No fue sino hasta 1992 cuando el supuesto apoderado decidió dejarla en paz… para irse sobre otros vecinos. Pero las condiciones de aislamiento e indiferencia vecinal ya habían cambiado y de pronto se juntaban todos –o casi todos– para contener los desalojos. «Ya cuando el señor vio que no nos pudo ganar el juicio, habló con nosotros y nos dijo ‘les vuelvo a hacer otro contrato y dejémonos de tonterías’. Dicho contrato se reanudó en 1994, pero al cabo de un año les quisieron subir la renta en un 500%, entonces ya no quisimos volver a pagar y nos volvimos a rebelar».
Habiendo obtenido la identidad y el paradero de la propietaria, los vecinos organizados intentaron adquirir sus viviendas por medio del Fideicomiso Casa Propia (FICAPRO), haciendo valer su derecho al tanto. Pero el divisionismo y la falta de claridad jurídica impidieron que la operación se llevara a cabo. De esta forma, cuando parecía que todo se iba a resolver, la situación se puso mucho más violenta. Hubo cortes de tuberías (que hasta la fecha mantienen sin agua a los habitantes), incendios premeditados, pinchaduras de llantas, golpizas. Lo peor de todo es que el hijo policía y su cuadrilla de abogados ahora contaban con el apoyo de una persona al interior del edificio: «el contras». Así, la lucha se intensificó alcanzando niveles mortales. En 1996 la dirigente fue secuestrada durante un día entero, le quitaron su camioneta y la amenazaron formalmente. Un año más tarde, su primo y colega de trabajo fue atropellado, «lo encontramos muerto, no supimos quién fue el que lo mató y no hubo justicia allí tampoco». Ese mismo año Cristina fue atacada por tres golpeadores. Estaba embarazada de ocho meses… perdió al bebé.
Organización y resistencia
La afinidad entre Cristina y los dirigentes de la Asamblea de Barrios más reacios a la bursatilización de la vivienda –programa que promovía el gobierno neoliberal de Ernesto Zedillo– propició que ella y sus vecinos se fueran incorporando al Colectivo de Grupos de la Asamblea de Barrios (CG-ABCM) a partir de su fundación, en 1996. Bajo este nuevo esquema organizativo, la lucha se extendería a varios predios de la zona. «Había muchos predios que ya estaban en la organización y entonces ya nos organizábamos más rápido teniendo compañeros cerca. Ya cuando había desalojo los invitábamos a que nos vinieran a apoyar. Cuando ellos tenían problemas, íbamos a apoyarlos».
Para finales de los noventa, Cristina se había convertido en una lideresa tan solidaria como imprescindible para la lucha popular. No fueron pocas las veces que fue a parar desalojos en otros predios. Su propia experiencia le permitía rebatir en el ámbito de lo legal y había adquirido suficiente coraje para enfrentar autoridades corruptas y toda clase de usurpadores. «Después de haber tenido mucho miedo, aprendí a encuerar a la gente, a los abogados, a las personas que se dicen ser propietarios. Porque muchas veces no son propietarios». ¿Los encuera… literalmente? «Sí, les rompo el traje o la camisa, y después va el pantalón. Luego van las compañeras formaditas a nalguearlos. Mis dirigentes del CG-ABCM no han visto cuando me pongo así de grosera. Me transformo para poder defender a una persona que no quiero que viva lo que yo viví».
Corroboramos las observaciones aportadas por Reyna Sánchez en la revista Rebeldía (23): «Cristina desarrolló una refinada relación con los grupos de poder prevalecientes en la zona donde vive y trabaja, los líderes, la policía, los granaderos, las autoridades. Su actitud es guerrera, no demuestra ningún miedo no importa con quién tenga que negociar, hablar, enfrentarse. Ya sea para detener un desalojo, para discutir con algún ministerio público, para defenderse de algún operativo policiaco, la actitud es la misma: resistencia».
Las redes de solidaridad y la determinación de Cristina se hicieron nuevamente necesarias en al menos dos ocasiones. La primera fue en 2001, cuando un nuevo apoderado –aliado de los casatenientes– demandó a todos los ocupantes del predio, habitantes y comerciantes por igual. «Nos mandó como 600 granaderos y nos quisieron desalojar (…). Se llenó de granaderos acá adentro. Mi hijo era menor de edad, lo sacaron a golpes. Le golpearon la cabeza con la maqueta y la cadena». La memoria aflora cuando Cristina saca la foto de su hijo ensangrentado: —El «contras» da la orden de que entren por el edificio colindante, porque nuestro zaguán estaba cerrado con la cadena. Los granaderos se brincan, se llena el edificio de granaderos, nos echan gases, nos golpean. Los que estábamos cuidando abajo nos descontrolamos porque entraron por arriba. Pedro era menor de edad y le pegaron bien feo. A mi nieta me la aventaron. Entraron aquí adentro a tirar cosas, a hacer desmanes. Venían directamente conmigo, pero yo estaba abajo.
El saldo de la operación fue de varios heridos, incluyendo policías, y un menor detenido: el hijo de Cristina. «Hicimos denuncia y demandamos a los granaderos. Fuimos a Derechos Humanos, fuimos a la Contraloría donde demandan a los servidores públicos… no hubo justicia».
Meses después, en noviembre de 2002, la unión de los vecinos logró impedir el desalojo de Rogelio, un vendedor de telas que trabaja en la planta baja.
Todo indicaba que una nueva etapa de confrontaciones violentas estaba en marcha, cuando ocurrió lo inesperado: en diciembre de 2002, en el marco del Programa de Vivienda para la Atención Emergente de Inmuebles en Alto Riesgo Estructural en el Centro Histórico de la Ciudad de México (2003-2006), el Gobierno del Distrito Federal decidió expropiar 107 predios[3], entre lo cuales figuraba el predio en cuestión.
Una nueva etapa en la lucha
Cristina no consigue disimular su felicidad al evocar la fecha exacta de la publicación en la Gaceta Oficial. Suspira y agradece a AMLO, pero mantiene su postura crítica: «Él fue el que expropió. Yo fui a hablar con él, que me echara la mano, que me expropiara. Y sí, sí me apoyó expropiando el predio. Estamos agradecidos con él, pero también estamos en contra de lo que hizo: le entregó el centro a Carlos Slim y le entregó 4 concesiones a empresas privadas con lo del agua».
A pesar del respiro que representa esta política pública para centenares de familias del centro, aún quedan muchos problemas por resolver. Primero, el gobierno debe indemnizar a los propietarios y no son pocos los casos de incertidumbre jurídica. En segundo lugar, el Instituto de Vivienda debe refrendar su misión para con los más pobres y apoyar el mejoramiento o reconstrucción de los inmuebles expropiados. En el caso del que hemos venido hablando, se trata de un edificio catalogado por el INAH, lo cual aumenta los costos de mantenimiento y rehabilitación. Finalmente, veintiséis años de divisionismos y conflictos graves han hecho imposible la convivencia vecinal, en este caso la convivencia con «el contras», quien es titular de un espacio y amenaza con volver. «Lo que sí le pedimos al INVI es que no meta al enemigo aquí porque nunca vamos a vivir en paz».
Apenas en 2007, tras un pequeño agarrón entre un trabajador del «contras» y un yerno de nuestra entrevistada, los judiciales se metieron al edificio para llevarse gente presa. Existen sospechas razonables de que este «priísta de hueso colorado» mantenga influencias en el Ministerio Público. Lo que sigue es espeluznante:
Los judiciales llaman refuerzo y agarran a mi hijo Esteban, a mi compadre y al ayudante de mi compadre que era comerciante ambulante, y se llevan a los tres detenidos. Se iban a llevar a más: entraron los judiciales a buscar más gente, «el contras» señalaba (…). Entonces vamos todos hacia la delegación para ver qué se puede arreglar. Pero yo me acuerdo que con un judicial nos habíamos agarrado a chingadazos y me regreso (…). Van mi hija y una vecina con su hija a ver qué pasa en la delegación y llegando estaba su hija del «contras» señalando que ellas también participaron… y van pa’ dentro. Más al ratito va mi comadre Meche. También la señalan y la agarran allí en la delegación. Las acusan de robo, ¡decían que le habían robado a los judiciales! Eso fue en el 2007. Estuvieron 7 meses detenidos injustamente, sin haber cometido el error de robo. Sí, sí nos golpeamos. Tanto ellos nos golpearon a nosotros, tanto nosotros con ellos, o sea… nos dimos. Pero para poder hundir, dijeron que mis hijas y los demás que estuvieron detenidos les habían robado.
Su voz se quiebra nuevamente. Este episodio la hace rememorar toda vida de injusticias y de lucha por el derecho a la vivienda –desde el 19 de septiembre de 1985 hasta la fecha–, para al fin concluir:
Quiero que mis hijos sean del centro, porque nacieron aquí. Y por ser indígena o por ser mexicana creo que tenemos derecho de un espacio de aquí del centro, o aquí en la Ciudad de México ¿Por qué nada más a los ricos? ¿Por qué siempre preferencia a los ricos y a los pobres no? Ojalá que se nos cumpla ese deseo. Ojalá que el gobierno entienda que los pobres también necesitamos un espacio para vivir una vida digna (…). Tengo muchos sentimientos, mucha alegría y mucho orgullo de saber que existe gente buena que me ha apoyado, y que he aprendido a defender a la demás gente. Estoy agradecida de la gente que me ha mirado con bonitos ojos. Estoy muy agradecida con la gente que me estima, porque siempre creí que era una persona odiada, siempre viví despreciada: discriminación, maltrato… ¿De qué manera les voy a agradecer? Pues de que voy a seguir la lucha hasta que muera.
Se hace tarde. Como todos los lunes desde que nació el Colectivo de Grupos de la Asamblea de Barrios toca reunión general. Cristina López no puede ir esta vez pero otros compañeros sí. Rogelio cerrará el local más temprano que de costumbre –es el mismo local que defendieron los vecinos en 2002. Llegará puntual para discutir sobre los problemas que tienen de cabeza a México: la Ley de Seguridad Nacional, la bursatilización de la vivienda, el capitalismo, la globalización financiera, entre otras cosas. Pero las discusiones y los planteamientos políticos de esta organización serán tratados en el próximo reportaje.
Referencias:
[1] Sobre este tema, también se puede consultar el artículo de Paul Haber (2009) ‘La migración del Movimiento Urbano Popular a la política de partido en el México contemporáneo’ en Revista Mexicana de Sociología vol. 71 no. 2
[2] Según datos de François Tomas (1987) ‘Las estrategias socio-espaciales en los barrios céntricos de México: los decretos de expropiación de octubre de 1985’, en Trace no. 11
[3] Victor Delgadillo Polanco (2009) ‘Mejoramiento habitacional en las áreas urbanas centrales de América Latina. Del combate de tugurios a la rehabilitación habitacional progresiva’ en Revista INVI vol.23 no. 63