Somos la grieta, ellos el colapso

En tiempos excepcionales fenómenos normalmente considerados marginales devienen esenciales y delinean lo común de una época. Estamos viviendo uno de esos tiempos.

Fragmentos insurreccionales, Marcello Tari

 

Basta con cerrar los ojos para que inmediatamente lleguen a nuestra memoria imágenes y sonidos que aún arden en nuestros corazones, que vuelven a cada instante asaltando el presente como réplicas de una de las más terribles tragedias que hemos vivido en nuestra vida: edificios derrumbados, nubes de polvo, caras de angustia, el crujir de una ciudad sacudiéndose, gritos de desesperación y auxilio saliendo por debajo de los escombros, el triste canto de las sirenas provenientes de las ambulancias.

Apenas terminado el movimiento telúrico el tiempo parecía haberse detenido o ralentizado, los segundos caían encima uno detrás del otro, inexorables, como pesadas lozas que nos sepultaban a medida que nuestras miradas y las de lxs demás descubrían poco a poco la magnitud de la tragedia.

Es curiosa esa cualidad que tiene el tiempo de acelerarse o detenerse, de interrumpirse de la manera más violenta rompiendo con la continuidad, fracturándose a sí mismo,  abriendo grietas, líneas de fuga que permiten entender la realidad y el espacio de formas distintas a las acostumbradas.

De algún modo, ese rompimiento en el orden y en el tiempo ha abierto un socavón en los minutos, horas y días siguientes a la catástrofe; catástrofe acumulada que se generaliza ante el más reciente desastre, pero que habitamos en estos territorios desde antes de los sismos del 7 y el 19 de septiembre. Tragedia en forma de feminicidios, de miles y miles de asesinatos, de la desesperación de las madres que desde hace años buscan, solas, a sus hijxs desaparecidxs, de la precariedad laboral y de vivienda que nos atraviesa, de las relaciones (in)humanas y (anti) sociales a las que nos enfrentamos día a día.

En este momento en que la democracia se ha vuelto verdaderamente un significante vacío y en el que cada día más gente comienza a ver que es imposible maquillar las grandes grietas que presenta, la solidaridad y el apoyo mutuo reaparecen en la metrópoli empujadas violentamente por la magnitud del derrumbe. No existe la representatividad, estamos echadxs a la calle con nuestras singularidades, luchando por rescatar algo de vida entre los escombros de un sistema colapsado que hoy se evidencia en sus endebles edificaciones e instituciones; cimentadas en las corruptelas de los sectores público y privado.

¿Quién si no nosotrxs?

Somos miles las personas orientadas hacia la posibilidad de una supervivencia colectiva, desde la parte más alta del derrumbe hasta las últimas manos que forman la cadena humana por la que tratamos de deshacernos de los escombros que nos asfixian. La emergencia nos dice que esto es una lucha contra el tiempo que, otra vez, parece haberse acelerado.

Es esta capacidad de rebelarnos como formas-de-vida contra la condición trágica que nos atraviesa la que nos mantiene juntos en cada uno de los planos que nos hacen existir como una potencia colectiva: el de los medios materiales como palas, cubetas y picos, la facultad común de producir, de procurarnos, de cuidarnos, la compartición del uso de los saberes, la capacidad de resistir, la inteligencia para desmantelar la estructura social que desde hace ya mucho tiempo colapsó. Una estructura que día a día, y sin muchos misterios, se propone disminuir la potencialidad hasta hacerla compatible con los más variados niveles de devastación y de enajenación pasada, presente y futura.

Es la totalidad organizada de lo social la que se presenta inmediatamente como campo de hostilidad. El régimen democrático está constituido por un conjunto de relaciones sociales neutralizantes que reproducen a la «sociedad»: un aglomerado informe que segrega los peores afectos. Abolir el entorno constituido por los dispositivos de producción-control que tornan posible al gobierno, sabotear las formas de relación social que producen la bestia de la «subjetividad» capitalista, por medio de la cual se valoriza y en la cual la existencia queda prisionera, son tareas fundamentales para salir de los escombros de un sistema que ya colapsó.

La capacidad física y emocional de trabajar junto con quienes compartimos objetivos comunes, sin mediaciones y de manera afectiva, es una capacidad que desarticula el «salvese quien pueda» al que hemos sido orilladxs a vivir por el tipo de sociedad en que habitamos. No es descabellado estar en contra de esta sociedad egoísta ni mucho menos buscar construir junto a otrxs un plano de consistencia subversivo a la altura de los tiempos.

Ni los queremos, ni los necesitamos

Esto significa que el deseo de sobrevivir no está separado de la inteligencia que construye la posibilidad de vivir de otra manera. La cooperación de sacar escombros, levantar centros de acopio, producir alimentos y preparar refugios, entre otras cosas, es la misma que es capaz de construir comunalidad. De abrir una enorme grieta, que pueda proporcionar los medios materiales y elaborar las relaciones afectivas que le permitan durar y difundirse en todas partes, por medio de prácticas que, al mismo tiempo que experimentan el compartir, están a la altura de romper el acorralamiento de los dispositivos que se oponen a su realización.

Es tarea pendiente de quienes hemos sido afectadxs por este sismo procurar la reelaboración de cómo nos organizamos a partir de lo que hay, lo que vivimos y sentimos colectivamente, procediendo en un sentido transversal. Un laberinto sin centro que se expande anárquicamente, disgregado, que atraviesa el pequeño grupo, la casa colectiva, los afectos, las manifestaciones, las herramientas, la producción; para ocupar, con su violenta capacidad de comunicación, la totalidad de la organización social a fin de romper los automatismos de su funcionamiento.

Una organización de la sensibilidad por medio de la cual se desarrollen formas cada vez más intensas de amistad política, una onda expansiva que se difunda por resonancia, por cercos de intensidad, a través de la polarización de las vivencias comunes donde vibran una diversidad de afectos que circulan entre compañeros y compañeras, capaz de concentrarse en una acción ofensiva al mismo tiempo en que hace avanzar la habitabilidad de un nuevo mundo. La situación revolucionaria, entonces, puede no solamente rodear mejor el objeto de la hostilidad, sino hacer que la amistad vuelva finalmente a ser un concepto político, ético y emancipatorio. En esta época catastrófica es desde las ruinas y los escombros que nacen las presentes insurrecciones.