La solidaridad también produce réplicas

Fotografía de portada: Agencia Subversiones, licencia copyfarleft P2P. Organización y solidaridad ante la emergencia. Derrumbe en Bretaña e Irolo, colonia Zacahuitzco.

A las once de la mañana del martes 19 de septiembre de 2017, la alarma sísmica de la Ciudad de México se activó para conmemorar los 32 años del sismo que, en 1985, cambió radicalmente la capital del país. Apenas dos horas después, a las 13:14, un sismo de 7.1 grados Richter volvió a sacudir el suelo de la metrópoli. A un día del terremoto, la ciudad continúa sacudida, intentando organizarse sin entender aún la magnitud de la destrucción, de las coincidencias y de lo que queda por hacer.

La alarma sísmica de las 13:14 sonó cuando el temblor ya había comenzado: el epicentro fue en Axochiapan, Morelos, a 120 km de la Ciudad de México. La señal no llegó a tiempo. Confundida, mucha gente no logró salir de sus edificios: pensaron que se trataba de otro simulacro o, simplemente, no lograron evacuar.

Quienes lograron salir se encontraron de nuevo en la calle, apenas doce días después del sismo que, el siete de septiembre pasado, devastó el Istmo de Tehuantepec, en Oaxaca. Inmediatamente, buena parte de la Ciudad se quedó sin servicio eléctrico, sin telefonía celular y sin información. Pero, como en 1985, el apoyo mutuo y la solidaridad organizada comenzaron a articularse para hacer frente a la desinformación y a la completa pasividad de todo el aparato del Estado.

Pronto, las principales avenidas se poblaron de gente buscando dónde y cómo apoyar. En Calzada de Tlalpan, sólo en dos de los cuatro carriles circulaban automóviles: el resto del espacio era ocupado por filas de gente intentando comunicarse; encontrándose y comenzado a organizarse.

Al mediodía, ya comenzaban a escucharse en la calle lo que, horas después, serían las referencias geográficas de la catástrofe: una escuela con niñxs atrapadxs en Coapa, edificios derrumbados en Narvarte, Condesa, en el Centro.

En Bretaña e Irolo colapsó un edificio en construcción. La gente se organiza para sacar de los escombros a los albañiles que se quedaron atrapados. Los rescatistas piden guardar silencio para escuchar a quien esté dentro. Fotografía: Agencia Subversiones licencia copyfarleft P2P.

Mucho más rápido, digno y solidario que la respuesta del Estado, el apoyo mutuo comenzó a organizarse en torno a esos puntos. Enseguida del sismo, en un edificio en obra, vecinxs de la colonia Zacahuitzco habían montado ya filas para remover escombro e intentar rescatar a quien se encontrara dentro del derrumbe. Elementos del Ejército llegaron horas después, invadiendo con sus carros las cadenas de carga, sin saber cómo responder ante un barrio organizado de manera horizontal e improvisada.

En la calle de Escocia, en el corazón de la colonia del Valle, la presencia de uniformados en los edificios derrumbados era redundante frente a la cadena de cientos de personas formada para retirar el escombro en cubetas de construcción. Una colonia como la del Valle —homogénea, sin mucha convivencia en sus calles— se convirtió en el receptor de flujos heterogéneos de vecinxs y extrañxs, transeúntes y brigadas auto-organizadas, centros de salud y comedores comunitarios. Los gestos mutuos transitaban entre el intenso trabajo colectivo y los momentos de silencio absoluto. La inmovilidad intermitente permitía el ritmo necesario para la búsqueda. Al lograr un rescate, la quietud era rota por los aplausos generalizados.

Escenas así se vieron por toda la ciudad, a todas horas. Policías locales y federales se limitaban a acordonar o cerrar calles y a detenerse, impávidos, ante la solidaridad de una ciudad. Las autoridades delegacionales caminaban en círculos, conscientes, tal vez, de su absoluta inutilidad. Todos los poderes constituidos podían verse, al fin, tal cual son: innecesarios e impotentes.

La fuerza de la gente, de la auto organización y el apoyo muto, en cambio, no paró de multiplicarse. Los flujos usuales de la ciudad —los coches o la vigilancia estatal— se interrumpieron para que se abrieran otros: los de la comunicación directa y en las calles; el traslado de víveres, de café, de cuidado colectivo.

Caída la noche, habían ya albergues y centros de acopio para quienes habían perdido sus casas o no podían permanecer en ellas. Las labores de rescate no se detuvieron y no quedó claro si el día terminaba o volvía a comenzar: los relevos se organizaban para las tres, cuatro, cinco de la madrugada. El 20 de septiembre por la mañana, acopios y albergues improvisados se organizaban perfectamente gracias a las palabras y los gestos de quienes los sostenían.

El sismo del ’85 y la organización comunal de los pueblos indígenas del Istmo son ya hitos históricos, pero también enseñanzas. Por ellos sabemos que el temblor no cesa cuando acaba un terremoto, que el cuidado y el apoyo mutuos son la única forma de organizarse ante la catástrofe, que el Estado sólo existe para administrar el despojo. Y, sobre todo, que la solidaridad también produce réplicas.

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