Este 26 de septiembre se cumplieron dos años de los trágicos sucesos acontecidos en la ciudad de Iguala, Guerrero, en los que según los informes publicados por el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) designado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), resultaron heridas cerca de 40 personas, al menos 6 más fueron asesinadas y 43 se mantienen desparecidas, todas estas últimas estudiantes de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos, con sede en Ayotzinapa.
Fueron más de 180 las víctimas directas, la mayoría jóvenes y varias de ellas menores de edad. Mientras que el cálculo de las víctimas indirectas asciende a más de 700, considerando solamente a los familiares más cercanos. Destaca también el nivel de agresión desplegado en contra de las primeras, ya que en todo momento fueron perseguidas y hostigadas tanto por miembros del crimen organizado, como por los cuerpos policíacos y castrenses que supuestamente están ahí para brindar seguridad.
La «masividad» del ataque, como la denominó el propio GIEI, sorprendió a mucha gente dentro y fuera de nuestras fronteras, dando pie a que surgiera una ola de indignación en contra del Estado mexicano, que se ha visto continuamente rebasado en su capacidad de atender los reclamos de justicia que han lanzado las familias de las víctimas. No ha habido hasta ahora una sola respuesta satisfactoria para estas en las conclusiones a las que ha llegado la Procuraduría General de la República (PGR), cuyos funcionarios antes que esclarecer han ensuciado el caso, con hipótesis destinadas a ocultar el hecho de que como dijera el ex titular de la CIDH, Emilio Álvarez Icaza, «Ayotzinapa sí fue un crimen de Estado».
Son muchas las dudas que aún se mantienen abiertas luego de que el riguroso trabajo de los expertos independientes cuestionara la «verdad histórica» esgrimida por el entonces procurador Jesús Murillo Karam, en aquella tristemente célebre conferencia de prensa del 7 de noviembre de 2014. La mayoría de sus afirmaciones hoy se han derrumbado y la actual procuradora, Arely Gómez González, solo atina a contestar generalidades cuando se le cuestiona sobre el caso, mientras los estrategas del gobierno federal se limitan a acotarlo al ámbito municipal, minimizando y a la vez justificando la actuación del ejército y la policía federal dentro del mismo.
La mayor incertidumbre por supuesto sigue siendo: ¿dónde están los 43 normalistas desaparecidos? Recientemente la PGR anunciaba que, siguiendo una de las recomendaciones del GIEI, se iniciaría su búsqueda en 40 fosas clandestinas. Considerando que se sabe de la existencia de muchas de éstas desde los primeros meses posteriores al ataque, que esto suceda casi dos años después de que los estudiantes fueran entregados a miembros del crimen organizado por policías municipales de Cocula (y aparentemente también de Huitzuco), denota un grado de indolencia atroz.
Por todo ello no es extraño que tanto los familiares como todas aquellas personas que se han solidarizado con su dolor, no confíen en el gobierno para encontrarlos, pues su conclusión es que éste sólo ha atinado a montar simulaciones en las que se elude la responsabilidad de la mayoría de los funcionarios involucrados, a la vez que se intenta criminalizar a las víctimas para culparlas de su propia desgracia. Las principales respuestas sobre el caso no han venido —ni vendrán— del Estado mexicano.
La vocación represiva del sistema político mexicano
El nivel de aprobación del actual gobierno está por los suelos, incluso las encuestas levantadas por medios normalmente condescendientes con este así lo indican. Opinócratas de todos los colores explican el hecho haciendo referencia a: la subida del precio del dólar; el pésimo desempeño del gabinete económico; la constante subida en los precios del gas, la gasolina y la luz; los escándalos de corrupción como el de la Casa Blanca, o el plagio en la tesis de licenciatura del hoy presidente; y la torpe invitación que se le hizo al candidato republicano a la presidencia de los Estados Unidos, Donald Trump.
No muchos de ellos abundan sin embargo, en el hecho de que por lo menos aquellas situaciones que competen al tema económico son consecuencia directa de una serie de reformas estructurales de carácter regresivo, tales como: la laboral, la energética, la hacendaria o la educativa; que se han venido fraguando desde varios sexenios atrás, en gobiernos encabezados tanto por el Partido Revolucionario Institucional (PRI), como por el Partido Acción Nacional (PAN), en tanto el resto de los partidos jugaban a la oposición, cuando en realidad eran poco más que comparsas.
Y todavía menos son los que aluden a la grave crisis en materia de derechos humanos en la que está sumido el país como fuente directa del descrédito que afecta al actual gobierno. Lejos de aminorar con la mal llamada «transición democrática», la vocación represiva del sistema político mexicano se agudizó, al tiempo que entró en una etapa de cierto descontrol. Hay más continuidad que ruptura entre las presidencias de Gustavo Díaz Ordaz, Luis Echeverría, José López Partillo, Miguel de la Madrid, Carlos Salinas, Ernesto Zedillo, Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto.
Prueba de ello es que la historia del México contemporáneo puede muy bien reconstruirse a partir de sus represiones y masacres. Desde la Plaza de la Tres Culturas de Tlatelolco en 1968, pasando por las de Aguas Blancas en 1995, Acteal en 1997, El Charco en 1998, Atenco en 2006, Oaxaca en 2006, Ayotzinapa en 2014 y Nochixtlán en 2016; los métodos utilizados por el Estado mexicano para acallar a sus voces disidentes y controlar a la población, no han dejado de recrudecerse. Y es que el proceso de «modernización económica» ha requerido de un aparato represivo brutal e implacable.
A cuatro años del regreso del PRI, los malos augurios se han cumplido. El 28 de mayo de 2012, Trinidad Ramírez, luchadora de de San Salvador Atenco, confrontó a Enrique Peña Nieto en el marco de las reuniones con los candidatos que organizara el Movimiento por la Paz. Ahí, sin tapujos le dijo:
Esto es lo que el PRI representa. Ustedes tratan al pueblo y sus líderes como delincuentes. Lo hicieron en 1968 y en 1971, en las masacres de Aguas Blancas y Acteal. No importa cuánto quieras deslindar, ese es tu partido.
Lo que tú representas es un gobierno prepotente y violento, incapaz de aceptar la crítica y acostumbrado a imponerse por la fuerza y la manipulación. Tu campaña es un peligro para esta nación, sobre todo para los pueblos y para cualquier espíritu crítico y honesto.
No venimos a pactar, sino a señalarte y decirte que sabemos que la justicia no vendrá de ustedes, los represores, sino del pueblo.
Y es esta certidumbre presente hace mucho tiempo en los movimientos sociales, la que poco a poco ha empezado a extenderse hacia el común de la población, sobre todo a partir de lo sucedido a los normalistas de Ayotzinapa, lo cual para muchas personas significó un punto de no retorno. Pero todavía está por verse si toda esa indignación va a encontrar los caminos para acceder a una justicia verdadera, en donde se expongan y desmonten todos los engranes que mueven a este Estado criminal.