Por Eduardo Perondi
Fotografía de portada de Ingrid Fadnes
Hay un mundo real en efervescencia que late por debajo de las versiones distorsionadas que intentan explicar el caos aparente que se vive actualmente en Brasil. Mientras que la politiquería se expresa como un espectáculo, está en curso una precarización extendida de las condiciones de vida, recorte de salarios y aumento de la represión social. La forma como se manifiesta la crisis encubre una estrategia de desintegración de la sociedad misma, necesaria para consolidar una profunda reestructuración económica y social. El golpe en contra el gobierno de Dilma Rousseff, entonces, puede ser parte de esta estrategia, pero no su objetivo principal.
La falacia del combate a la corrupción
El golpe no significa que se interrumpa un gobierno malo como el que encabeza Dilma. El golpe consiste en que su destitución la organiza el candidato derrotado en el último balotaje, Aécio Neves (citado en muchas de las denuncias del esquema de corrupción actual), en asociación con el procesado y presidente de la Cámara de Diputados, Eduardo Cunha y el vicepresidente Michel Temer, encargado de la distribución de cargos en el aparato estatal. Todos ellos apoyados por congresistas procesados e importantes entidades empresariales; todos involucrados en el lodo de la corrupción. En comparación con ellos, las acusaciones, de manejos fiscales con el presupuesto, que pesan en contra de Dilma son chistes hipócritas, porque este crimen es practicado por casi todos los gobernadores y alcaldes desde hace mucho sin que haya pasado nada con nadie. En una tentativa cínica de justificar su apoyo al impeachment de Dilma, el ex presidente Fernando Henrique Cardoso admitió recientemente que había corrupción «también en su gobierno e incluso en tiempos de Jesus Cristo» (Jornal Valor Econômico, 16/03/2016), y con eso revela la falacia de la acusación en contra de la presidente. O sea, en el Estado burgués todos están involucrados en la corrupción, pero sólo va a juicio la izquierda –y desgraciadamente el Partido de los Trabajadores (PT) cayó en esta trampa.
Aunque tampoco se trata de individuos tramando un golpe únicamente para salvar su propia piel, como nos quiere hacer creer la narrativa gobiernista. Por el contrario, lo que están operando los golpistas es una clausura de las investigaciones que han puesto al descubierto la corrupción sistémica: evasión de impuestos de las grandes empresas, los clubs de acuerdos para el saqueo de grandes obras y empresas públicas, las trasferencias oscuras de dinero a paraísos fiscales.
Las investigaciones de la operación Lava Jato (investiga corrupción en Petrobras y empresas de construcción) y Operación Zelotes (investiga fraudes de grandes grupos nacionales y extranjeros de sectores como comunicación, automotrices, bancos, frigoríficos, telefonía, aviación, entre muchos otros) terminarán con un pastel de impunidad degustado durante el pacto de salvación nacional que ya están armando las clases dominantes. Los grandes políticos denunciados ya van recibir el perdón por operar este encubrimiento.
Esta es la tragicómica caricatura de lo que ocurre actualmente. La impunidad es absoluta para los de arriba. La punición sólo sirve para los de abajo: ahí está la ley antiterrorismo para criminalizar a los activistas que denuncian los daños ambientales de la compañía Vale y a los manifestantes que cierran calles para defender el trasporte público. Están por aprobar una reducción de la edad legal para penalizar jóvenes en un momento donde estudiantes ocupan sus escuelas para que no las cierren; la interpretación judicial del derecho de huelga luego dificulta su realización y sus líderes son perseguidos. La judicialización de las luchas sociales es una realidad. Eso sin comentar lo que es parte de la punición extrajudicial: el exterminio de jóvenes en las periferias, así como de líderes campesinos e indígenas en el campo.
¿De dónde vino el golpe?
El PT ha pasado 13 años justificando su falta de acción en temas fundamentales para sus bases sociales con el argumento de que no existía la correlación de fuerzas apropiada. No se impulsó la discusión de temas como la democratización de los medios de comunicación, establecimiento de formas de control social del poder judicial, auditoría de la deuda pública, reforma agraria y urbana, derecho al aborto, legalización de las drogas, medidas efectivas para combatir la violencia en contra de mujeres, homosexuales, etc. Y cuando hubo propuestas efectivas al respecto, no avanzaron en su aprobación debido a la oposición conservadora. Pero el PT aceptó que el foro para resolver tales disputas era la institucionalidad del Estado, es decir, la coalición con partidos conservadores y pragmáticos para avanzar en su proyecto como fuera posible. No convocó a la población y a los movimientos sociales para cambiar dicha correlación de fuerzas desfavorable.
Es una triste ironía –pero no una sorpresa– que ahora el PT sea golpeado por un proceso que presenta, entre otras cosas, investigaciones selectivas de corrupción, partidismos de magistrados, manipulación de los hechos y convocatoria a movilización por parte de los grandes medios de comunicación, conspiración abierta o encubierta de parlamentarios conservadores que eran de la base aliada al gobierno.
Habría que preguntar quienes se asustaron con los diputados que defendían el impeachment justificándose con argumentos como el de defensa de Dios, la familia y la moralidad pública: ¿qué se hizo para disminuir el poder de estos señores «de arriba» cuando ellos boicoteaban todo lo que pudiera mejorar la condición de los de «abajo»? El PT dejó de hacer las disputas más importantes en cuanto negociaba la gobernabilidad con latifundistas como Kátia Abreu, líderes religiosos conservadores como Marco Feliciano, oligarcas regionales como Sarney y Maluf, lobistas de grandes empresas y oportunistas de todo tipo.
Todos los logros positivos de los gobiernos del PT, que lo diferencian con razón de los anteriores, tuvieron que enfrentar fuertes resistencias de las élites (por ejemplo, las cuotas raciales en las universidades, la política externa más progresista, distribución de renta a los más pobres). Si se hubiera llevado a cabo la disputa en otros campos tal vez no estaríamos viendo este proceso de impeachment –aunque quizás hubiera sido difícil que la burguesía le apoyase en tantas elecciones como hizo. Habría impulsado el debate y visibilizado la necesidad de que las personas lucharan por esas causas. Habría estimulado a la sociedad a disputar su futuro y habría armado las clases de abajo con argumentos. Pues, ¿qué avance social o reforma importante en Brasil fue posible sin presión popular?
El PT apostó a la institucionalidad, al campo donde las clases dominantes tienen inmenso control. Tiene razón Eliane Brum (Jornal El País América, 16/03/2015) cuando dice que esa es la más maldita de las herencias del PT. Al final, sólo logró comprobar que a través de elecciones, la izquierda puede llegar al gobierno, pero no al poder. La derecha no salió de vacaciones durante el período petista. La derecha nunca dejó de mandar, la burguesía no vio sus intereses principales confrontados. Ella aceptó y toleró al PT desde el momento que este renunció a las calles y garantizó una relativa paz social, estabilidad al régimen y ganancias al capital.
Ahora, la crisis revela una disputa por la riqueza social que hierve en las entrañas de la sociedad de clases: trabajadores, clases medias, pequeños y grandes sectores de la burguesía en disputa para ver quiénes van a apretarse el cinturón para pagar la cuenta, como bien señala Virgínia Fontes (Portal do Partido Comunista Brasileiro 19/03/2016). No hay más espacio para la conciliación de clases. El PT está descartado por la burguesía justo porque ya no sirve más para acomodar las contradicciones del sistema que administró con éxito por más de una década. Que el debate político se haya transformado en una disputa entre «bien x mal», donde los argumentos son la defensa de la familia y de Dios, es apenas la inevitable distorsión que los conservadores hacen de estas disputas. ¿O alguien cree que el impeachment de Dilma avanzaría si sus detractores hicieran una defensa abierta de la propiedad privada y de los privilegios, del latifundio y del exterminio de pobres, del trabajo tercerizado y esclavo, del racismo y la homofobia?
Además, la constatación de que las manifestaciones contra el golpe (aunque hayan crecido mucho con la percepción de la violación democrática) no movilizaron grandes masas de trabajadores, revela la profundidad no admitida de esta crisis. Las cosas ya empeoraron para mucha gente desde antes del golpe, el fondo del agujero ya parece haber llegado para algunos bajo las manos visibles o invisibles de este gobierno. La incertitud del presente y el miedo de lo que pueda suceder en el futuro impulsan salidas otras que no apuestan a la política: de la fe a la indiferencia, del descrédito generalizado al pesimismo.
Es por pura astucia (y no ignorancia) que los golpistas defienden como predicadores evangelistas la inmoralidad de la corrupción petista, ya que conocen bien los términos en que el pueblo piensa y con hipocresía ajustan su discurso. Usurpan el sentimiento digno de millones de brasileños que están insatisfechos y lo direccionan selectivamente contra el PT. Aciertan contra el PT, pero también en aquello que un día este partido representó: la esperanza de los de abajo convertida en organización política. Es importante no olvidar que Lula fue electo en 2002 con la consigna de que «la esperanza debe vencer el miedo». Desgraciadamente se trataba entonces solamente de marketing electoral. Tal vez demore mucho tiempo para que las personas puedan nuevamente depositar esa expectativa en algún otro proyecto político. Pero, cuando la lección sea asimilada, quedará claro también que no sirve tercerizar su parte del cambio necesario a una persona o partido, creyendo que a partir de la institucionalidad se harán los cambios mientras la gente vota y espera. Es necesario ayudar a crear y consolidar las alternativas necesarias, desde el poder que tiene el pueblo.
El aspecto menos visible de la crisis es también el más importante
La amenaza de impeachment contra el gobierno de Dilma que empezó hace más de año, como bien apuntó Mauro Iasi (Blog da Boitempo, 17/03/2015), no parecía ser el objetivo principal del chantaje, aunque ahora parezca inevitable que se interrumpa su gobierno. Pero la amenaza sirvió como una fórmula para canalizar la indignación generalizada de la sociedad y encubrir el aspecto más profundo de lo que está pasando.
La crisis brasileña se explica, en parte, por la desaceleración de la economía, en especial por la caída de los precios de las mercancías que hacen parte del eje de nuestro patrón de acumulación: soya, azúcar, minerales, petróleo y derivados. Reflejo de la crisis estructural capitalista, ese es el escenario de fondo de la crisis brasileña y razón principal de la insatisfacción generalizada. La otra parte de la explicación consiste en la ofensiva del gran capital monopolista para convertir la desaceleración en recesión, promover una gran quiebra en la economía y después concentrar los negocios. El ajuste fiscal aplicado por el gobierno desde hace año es parte de este segundo momento, así como la disputa política para saber quién va gobernar durante este ajuste.
El escándalo de la Petrobras no tiene que ver con corrupción: más bien quieren debilitar y privatizar una de las mayores empresas de América Latina y entregar el petróleo a las grandes petroleras extranjeras. Un ejecutivo de Shell admitió recientemente que el petróleo del pre-sal brasileño será un proyecto prioritario para esa empresa en las próximas 3 o 4 décadas (Jornal Estadão, 15/02/2016). Lo mismo ocurre con otras empresas o ramas que el Estado controla: el gobierno ya anunció la apertura de capital del banco Caixa y la tendencia es que ocurra lo mismo con otros bancos, empresas de electricidad, agua y saneamiento, hospitales, etc. Las constructoras también son vistas como empresas con potencial demasiado grande para que se queden solamente en manos de empresarios locales –esa es la razón por la cual algunos de ellos están encarcelados. La corrupción sirve apenas como pretexto para abrir el mercado de la construcción al capital foráneo, como claramente sostuvo la organización Globo (Jornal O Globo, 30/01/2016), conglomerado mediático que representa la voz del imperialismo en Brasil.
Los grandes grupos extranjeros quieren extender sus tentáculos sobre estos sectores, así como ya lo hicieron al adquirir la mayoría de las universidades privadas y como hacen con la aviación civil. Además, pequeñas y medianas empresas fallidas por la crisis serán adquiridas por las grandes al no poder cumplir con el pago de sus deudas. Eso explica la rabia de las fracciones menores de la burguesía brasileña en contra del gobierno petista. Pero ahora la recesión afecta a grandes empresas, y los mayores bancos ya separan billones de reales en fondos para enfrentar el default de la crisis (Jornal Folha de SP, 27/03/2016), del cual ellos van a salir más beneficiados. La fracción financiera de la burguesía, hegemónica en el poder en Brasil, no tiene de que reclamar: ni del gobierno, que aplica su política económica, ni de la crisis, que le ha asegurado ganancias record en 2015, a pesar del sufrimiento del resto de la sociedad.
El capital monopolista también quiere acabar con cualquier obstáculo a la expansión de tierras cultivables para el agronegocio. Entre sus prioridades, según diputados del Frente Parlamentar Agropecurio (Portal da Frente Parlamentar Agropecuária, 21/09/2015), está ponerle fin a las restricciones de compra de tierras por extranjeros, demanda de corporaciones como Monsanto y Syngenta. Otra de sus exigencias es impedir el reconocimiento legal de tierras indígenas tal como determina la Constitución brasileña, mientras que 228 pueblos indígenas esperan la homologación de su derecho a la tierra mientras son atacados por pistoleros de los terratenientes. Además de amenazas y asesinatos de líderes, las nuevas tácticas para exterminar a los pueblos indígenas incluyen ataques químicos, como el uso de aviones en el estado de Mato Grosso do Sul, que arrojan agrotóxicos sobre las nacientes de agua que abastecen las aldeas (Portal do Conselho Indigenista Missionário, 22/01/2016). Eje central de las exportaciones brasileñas, el sector del agronegocio es lo que proporciona mayores índices de crecimiento de la productividad y las peores condiciones de trabajo, en muchos casos análogas a la esclavitud.
Pero el capital monopolista tiene otra exigencia para hacer la paz con la economía brasileña. La «cuestión capital», como lo define uno de nuestros mejores representantes de intereses extranjeros (Henrique Meirelles, Folha de São Paulo, 03/04/2016), es el restablecimiento de la confianza de los mercados a través de reformas que aseguren la previsibilidad y el aumento de la productividad de la economía brasileña. En otras palabras: exige la aniquilación de los derechos laborales, flexibilizando lo que restó después de las reformas hechas por los gobiernos del PSDB y PT en los últimos años, y de esa manera aumentar aún más la explotación del trabajo y las ganancias del capital. Una vez que la tercerización arrolle el código laboral, o que la reforma de jubilaciones transfiera los ahorros de trabajadores al mercado, no faltará capital que retome el crecimiento.
De una manera general, los gobiernos de Lula y Dilma fueron condescendientes con el gran capital monopolista y no enfrentaron abiertamente sus intereses. Aun así, los mismos sectores de la burguesía más beneficiados en estos gobiernos parecen apoyar su destitución.
El impasse continúa
Las clases dominantes en Brasil están procesando en este momento un gran acuerdo político nacional. Los términos de este acuerdo pueden variar: parece claro que Dilma no se queda, pero no hay mucha garantía sobre lo que va venir en su lugar. Impulsar al pueblo en contra de la corrupción sirvió para desacreditar al PT y a la presidenta, pero evidencia el pantano muerto en que se encuentra el conjunto de la política brasileña, tal como afirma con precisión Ricardo Antunes (Portal Correio da Cidadania, 02/04/2016). El vicepresidente Michel Temer ocupa la silla presidencial antes de tiempo y proclama un discurso como vencedor de una elección que no ha ocurrido. Pero la repulsa contra él y contra el presidente de la Cámara de Diputados, Eduardo Cunha (y futuro vicepresidente de la República si quitan a Dilma) es mayor que contra Dilma. Obviamente, ellos cuentan con el apoyo sin disfraces de los empresarios y sectores dominantes. Pero, ¿será eso suficiente para gobernar un país en profunda crisis y aplicar un proyecto absolutamente impopular? Puede un gobierno de este tipo compensar la falta de legitimidad únicamente con represión y medidas de excepción?
Ni la burguesía tiene certeza de eso. Es claro que los mercados pueden festejar la novedad con elevaciones artificiales de la bolsa de valores y valorización de activos brasileños. Pero la realidad va cobrar luego, un piso firme en que las cosas necesitan apoyarse. Es bueno recordar que los grandes bancos aparentemente estuvieron hasta el último momento en defensa de que dicho pacto político pudiera ocurrir sin el impeachment (Folha de São Paulo, 10/04/2016), tal vez con la renuncia o nuevas elecciones. No porque simpaticen con el PT o porque no quisieran ver fuera al gobierno de Dilma. Más bien sabían que, en medio de una crisis global del capitalismo, cada paso debe ser bien calculado. En países con economías dependientes como Brasil, la democracia precisa ser aún más restricta y subsumida al poder del capital imperialista. Pero pasar por encima de sus reglas también provoca fisuras en el edificio sobre el cual se legitiman las estructuras de dominación. Las clases dirigentes brasileñas no habrían logrado golpear al PT sin las movilizaciones esquizofrénicas y protofascistas que impulsó. Quizás el futuro les demuestre que el camino de las calles para hacer valer intereses de clase puede ser una táctica que les cause indigestión.