«La duración debe facilitar la acción propicia del castigo.»
M. Foucault
Por: Carolina Corral Paredes
Uno de los días de investigación en la prisión de Atlacholoaya, Morelos, un municipio 90 kilómetros al sur de la Ciudad de México, me encontré a Claudia, una de las internas, en los pasillos. Con el sentimiento a flor de piel me dio noticias sobre su proceso penal: “Tengo buenas noticias, mi abogado me dijo que los acusantes no apelarán. Me tendrán noticias el siete de abril. Hay posibilidades de que salga libre. No lo puedo creer, estoy muy contenta”. Un año después Claudia sigue en prisión esperando más noticias. Nuestra conversación se convirtió en una rutina. Claudia lleva cinco años “en proceso” o prisión preventiva. Es decir, no ha habido una resolución legal sobre si será encontrada culpable o no. Al pasar los meses, seguí escuchando sobre los largos procesos de otros internos e internas. El caso de Claudia es una situación sumamente común de los prisioneros en México, y muchos países de América Latina, donde uno “es culpable hasta que se demuestre lo contrario”. Aun cuando tener un proceso legal efectivo está considerado un derecho humano internacional [1], y aún cuando el Artículo 20 de la Constitución Mexicana indica que las personas no pueden permanecer en prisión preventiva más de dos años [2], en la década pasada, 42% de la población penitenciaria en México estuvo en condición de prisión preventiva con un promedio de cinco años en juicio [3]. Estas cifras han aumentaron debido al encarcelamiento intensivo de los últimos seis años de “guerra contra las drogas”. En 2011, por primera vez, la población carcelaria en proceso sobrepasó el número de sentenciados en el caso de los internos bajo jurisdicción federal. Hablando específicamente de los presos recluidos por delitos del fuero federal (drogas y fraude principalmente ) [4], 53% están en condición de prisión preventiva de acuerdo a la Secretaría de Seguridad Pública [5].
El problema del gran número de internos esperando un juicio ha sido señalado como uno de los mayores problemas del sistema penal latinoamericano [6]. Esto es especialmente preocupante para los sistemas de justicia que se aferran a la prisión preventiva sin poder garantizar la seguridad y el bienestar de poblaciones carcelarias sobrepobladas. Condenando a sus habitantes a tragedias como la muerte de 300 internos por un incendio en la prisión de Comayagua, en Honduras, el 14 de febrero de 2012, en la que 60% de la población estaba en prisión preventiva en espera de un juicio. La lógica de la prisión preventiva no sólo debe cuestionarse al ocurrir estas catástrofes, sino por la implicación que tiene en la vida diaria de los prisioneros de todo el continente.
La gravedad no sólo reside en su existencia, sino en la grosera tardanza y ambigüedad de los resolutivos jurídicos. La normalización, por parte de internos y autoridades, de una espera que dura años, y de recepciones intermitentes de informaciones imprecisas han vuelto la incertidumbre una violencia institucional normalizada [7].
Los que habitan las cárceles
¿Quién puede esperar tanto tiempo sino aquellos cuyo tiempo no representa un valor económico? Los pobres han sido históricamente los que habitan las prisiones. En México son muchos los trabajos que han mostrado que las prisiones no están llenas de los delincuentes más peligrosos sino de los más pobres [8]. Los prisioneros son comúnmente empleadas domésticas, albañiles, trabajadores temporales, indígenas y más sectores marginales. Dos tercios de la población carcelaria está compurgando penas menores de tres años [9]. De los 230,000 prisioneros en México, solo 6% están clasificados como de “alta peligrosidad”, 79% de los encarcelados por delitos federales son primodelincuentes, 18% reincidentes y 3% multireincidentes [10]. Para 2005, 40% de los acusados por robo habían robado menos de $500 ($38 US). La mitad de ellos robó menos de $4,500 ($346 US) [11]. El 70% de ellos dijo que de haber tenido recursos para pagar mordida habrían podido evitar llegar a la cárcel. De aquellos aprehendidos por tráfico de droga en 2009, 50% fueron detenidos por comerciar cantidades inferiores a los $1,250 ($96 US) y 15% menores a $200 ($15 US) [12]. La mayoría de la población carcelaria está pagando por ofensas menores como robos de baja cuantía y narcotráfico al menudeo.
Esto no es exclusivo de la década pasada, la criminalización de la pobreza fue también práctica común durante el Porfiriato. Julio Guerrero, un abogado mexicano en aquellos tiempos, adjudicó las causas de la conducta criminal a factores geográficos, climáticos y de desarrollo social. Guerrero percibía a los pobres de la urbe como criminales en potencia debido a su “alcoholismo”, “promiscuidad” y “falta de moral”[13]. El criminólogo Carlos Roumagnac identificó tres “factores sociales” para explicar el alza del crimen: abandono de niños, personas de la calle y alcoholismo [14]. Las líneas de investigación criminalista durante el Porfiriato invirtieron esfuerzos en explicar la criminalidad con base en cuestiones étnicas, de género, sexualidad y actividad política. Se hizo hincapié en que las mujeres criminales eran aquellas que no se ceñían al código moral y cuyas personalidades se acercaban al carácter varonil. Las anotaciones del perfil criminal femenino elaborado por Roumagnac destacaron que se trababa generalmente de mujeres solteras de entre 20 y 40 años de edad, de clases bajas y sin educación [15]. De manera similar, las prácticas homosexuales eran consideradas una desviación social y una fuente de contaminación para el resto de la población carcelaria [16].
La etnicidad fue también objeto del discurso criminológico. Con base a un estudio realizado a una serie de cráneos de indígenas que murieron en la penitenciaría de Puebla a fines del siglo XIX, los antropólogos criminales Martínez Baca y Manuel Vergara arguyeron que los “pequeños cráneos” indígenas, sus “regiones occipitales menos desarrolladas” así como sus estructuras “simples” indicaban inferioridad [17]. Declararon que un estudio más minucioso sobre las “características fisonómicas de los cráneos les permitiría distinguir las anomalías” [18]. Otros científicos de la época se mostraron menos interesados en el “indio criminal” que, al fin y al cabo, vivía en comunidades lejanas. Los mestizos, en cambio, representaban a las élites una amenaza más concreta debido a que se consideraban grupos políticamente más activos [19]. La criminología y los medios de comunicación durante el periodo de la Revolución construyeron al líder del ejército sureño, Emiliano Zapata, como una figura criminal. A Zapata se le trató de explicar mediante la teoría de la criminología biológica Lombrosiana que argumentaba que ciertas personas nacían criminales. El cuerpo de Zapata se asoció con los indicadores fisiológicos de los criminales innatos: brazos largos, frente ancha y cabezas muy pequeñas o muy grandes [20]. Algunos reportes científicos describían a Zapata como un extraño híbrido humano-animal acostumbrado a vivir en ambientes hostiles, en vísperas de entender a alguien sencillamente interesado en cambiar la realidad campesina.
Después de la Revolución, durante la administración de Venustiano Carranza, el abogado José Natividad Macías, continuaba buscando las razones de la criminalidad en factores hereditarios, de entrenamiento y de falta de educación [21]. El lenguaje científico empapado de lo moral e ideológico para crear un discurso del mundo, no es ajenos al México contemporáneo. Hoy se siguen tratando de explicar la violencia y el crimen en el ámbito de la desintegración familiar, perfiles criminológicos y coeficientes desordenados. Explicaciones que distraen la atención de las causas macroestructurales de la misma y de la desigualdad generada por el sistema económico. Hasta el día de hoy, la cárcel sigue funcionando como aspiradora de aquellos que son el “reflujo” del capitalismo según dice el teórico francés Loïc Wacquant [22].
[1] CIDH, 2011, “Informe sobre los derechos humanos de las personas privadas de libertad en las Américas”, Comisión Interamericana de Derechos Humanos, OEA, p. 90.
[2] Artículo 20, secc. B, párrafo. IX: “La prisión preventiva no podrá exceder del tiempo que como máximo de pena fije la ley al delito que motivare el proceso y en ningún caso será superior a dos años, salvo que su prolongación se deba al ejercicio del derecho de defensa del imputado. Si cumplido este término no se ha pronunciado sentencia, el imputado será puesto en libertad de inmediato mientras se sigue el proceso, sin que ello obste para imponer otras medidas cautelares”. Párrafo VII: “Será juzgado antes de cuatro meses si se tratare de delitos cuya pena máxima no exceda de dos años de prisión, y antes de un año si la pena excediere de ese tiempo, salvo que solicite mayor plazo para su defensa”. Cabe mencionar que es la última línea del último párrafo la que permite abusar de la extensión de la prisión preventiva.
[3] ASILEGAL et Al., 2001, Informe sobre la situación de las personas privadas de libertad en México, por Asistencia Legal por los Derechos Humanos A.C. (ASILEGAL), Documenta A.C. y el Instituto de Derechos Humanos Ignacio Ellacuría SJ de la Universidad Iberoamericana Puebla, México, p. 3.
[4] En México, la jurisdicción Federal esta encargada de delitos que atentan contra la federación (i.e fraude, drogas) y los Estados administran los delitos como robo, asaltos, homicidios, secuestro.
[5] SSP, 2011, Estadísticas del Sistema penitenciario Federal. OADPRS, Septiembre.
[6] Ver Carrión, Fernando, 2006, “La recurrente crisis carcelaria en Ecuador”, Ciudad segura, Programa de estudios de la ciudad. Enero no. 1. Ecuador: FLACSO. 1-3; Azaola, Elena, 2009, Crimen, castigo y violencias en México, CIESAS-FLACSO, México; Patiño, José, 2010, Nuevo modelo de administración penitenciaria. Fundamentos históricos, situación actual y bases, Porrúa, México; Posada, A and M. Díaz-Tresmarías, 2008, “Las cárceles y población reclusa en Venezuela”, Rev. Esp. Sanid. Penit; 10: 22-27.
[7] Bourgoise, Philippe, 2009, “Recognizing invisible violence. A thirty-year Ethnographic retrospective”. In Barbara Rylko-Bauer, Linda Whiteford, and Paul Farmer, eds., Global Health in Times of Violence. Santa Fe, NM: School of Advanced Research Press. Pages 18-40.
[8] Azaola, Elena y Marcelo Bergman, 2007, De mal en peor: las condiciones de vida en las cárceles mexicanas, Nueva Sociedad, No. 208, marzo-abril, www.nuso.org., p. 57.
[9] Patiño, José, 2010, Nuevo modelo de administración penitenciaria. Fundamentos históricos, situación actual y bases, Porrúa, México. pp, 88.
[10] Patiño, José, Nuevo modelo.. Op Cit, p. 90.
[11] Azaola, Elena y Marcelo Bergman, De mal en peor, op. Cit, p. 81.
[12] Arellano, Efrén, 2011, Impacto de la reforma constitucional en el sistema de ejecución de sentencias, Documento de Trabajo núm. 104, CESOP, Cámara de Diputados, México, p. 25.
[13] En Buffington, Robert, 2000, Criminal and citizen in modern Mexico. Lincoln: University of Nebraska Press, p. 76.
[14] En Buffington, 2000, op. Cit, p. 176.
[15] En Buffington, 2000, op. Cit, p. 68.
[16] En Buffington, 2000, op. Cit, p. 130.
[17] En Buffington, 2000, op. Cit, p. 156.
[18] Ibid.
[19] En Buffington, 2000, op. Cit, p. 147.
[20] Martin, Joann, 2003, “Narrative Interruptions and the politics of criminality”, in Parnell, P. C. and S. C. Kane (eds.), Crime’s power: anthropologists and the ethnography of crime, New York Basingstoke, Palgrave Macmillan, p. 186.
[21]Buffington 2001, op, cit., p. 183.
[22] Wacquant, Loïc, 2005, “L’aberration carcerale à la Francais”, Regards Sociologiques, No 30. 61-71, p. 62.