Nadie me dijo que Cherán era así, esperaba el frío de la madrugada, frío y viento de zona boscosa. Lo que no había leído en ninguna crónica, en ningún artículo, es que Cherán es un pueblo grande y bonito; un poco más grande que Naolinco, en Veracruz; más pequeño que Empalme, Sonora; casi del mismo tamaño que Allende, Nuevo León.
Es una ciudad chiquita. Una ciudad chiquita con una plaza colonial y una curiosa iglesia. Una ciudad chiquita donde no hay niños flacos (sí hay, pero de ese flaco correoso de niño que pasa el día corriendo tras la pelota), donde los perros de la calle no te siguen esperando sobras de comida. Es más, los perros de la calle te ignoran si les hablas. Ellos a lo suyo y no se meten contigo. La gente en cambio siempre saluda con un “buenas tardes” y se queda mirando curiosa, no agresiva, ni siquiera desconfiada ante los que venimos de fuera.
Una amiga española dice que Cherán le recuerda a su pueblo, cercano a Valencia: mediano y próspero. Ella se considera una indígena ibérica porque al igual que los purépechas, tiene una identidad y una lengua propia. Aquí los que no entendemos somos los mestizos citadinos que creemos que cada pueblo en resistencia debe dar lástima. Creo que ella tiene razón. Cada nota que leí, cada crónica, parece dejar de lado el dato de que Cherán no es precisamente pequeño. No creo que haya sido mala saña de los colegas; los de la capital consideran ‘un pueblito’ a cualquier población de menos de 100,000 habitantes; algún otro habrá pensado que hablar de la abundancia de casas de material con dos pisos en un pueblo rebelde a lo mejor da mala imagen a una comunidad que se quiere declarar autónoma. Me parece lo contrario: organizar a 2 mil habitantes es difícil, dificilísimo; organizar a casi 30 mil es un mérito que se debe reconocer. Dan ganas de acercarse y preguntar: “Oiga, ¿Cómo le hacen?
Les costó mucho y creo que ni siquiera lo tenían planeado. Se pagó el precio con miedo y más de una vida; el precio de ver cómo por malos manejos de empresarios y munícipes vecinos, los talamontes se adueñaban de los bosques del pueblo ante la pasividad de autoridades estatales y federales; el precio de contar: “pasaban los camiones y si uno se les quedaba viendo a ver qué traían, se bajaban armados, por eso uno mejor se humillaba”, como dijo una señora afuera de la iglesia del Calvario, en hermosa y triste referencia a la vieja definición de “humillar”: agachar la cabeza y mirar al piso. Pero los cheranenses se cansaron de mirar al piso, un 15 de abril vieron pasar un convoy grande y no aguantaron más. Dieron vuelo a las campanas de la iglesia para llamar a la gente a la acción. Desde el teñir de las campanas, la historia toma tintes casi mitológicos, de esas que da gusto escuchar alrededor del fuego.
Que si eran cien o doscientos camiones, que la sangre guerrera purépecha resurgió cuando los choferes les aventaron encima los vehículos cargados de madera (de madera de Cherán), que con palos y piedras bajaron a los choferes y a los sicarios, los desarmaron y los trajeron a rastras por todo el pueblo… Todo eso se queda en la tradición oral volviéndose leyenda. Nada de eso es lo más importante. Pero se darán gusto contándolo por generaciones. Contando el primer día de una lucha que apenas comenzaba porque después de eso hubo que detenerse a pensar y planear.
Sabían que los talamontes pagaban al cártel local hasta 200 mil pesos al día por derecho de paso y que los sicarios no querrían perder ese ingreso; sabían que la Policía Federal y el Ejército nunca intervinieron ni intervendrían para defenderlos de los levantones y ejecuciones; que el gobernador estatal siempre había prestado oídos sordos a sus súplicas de ayuda. No les quedaba más que atrincherarse esperando represalias.
Tan seguros estaban de estar solos e indefensos, que al poner barricadas en las cuatro entradas del pueblo se cuidaron de dejar fuera de ellas al MP y a la estación de policía local. En las calles del pueblo también se sintió el miedo; se declaró ley seca y toque de queda; se organizaron los vecinos, a veces, incluso, cada cuadra, para hacer guardias toda la noche y reportar a cualquier individuo o actividad sospechosa.
Entonces comenzó lo interesante.
Pueblos en resistencia hay muchos, tristemente; asambleas y consejos hay de todo tipo. Pero este pueblo se puso a proteger las esquinas de sus calles estrechas. Cada dos o tres cuadras se organizaron los puestos de guardia, siempre calentados por una fogata que eventualmente les dio nombre. Hubo hasta 190 de éstas a lo largo de toda la ciudad, ocupadas por los vecinos que ya no se encerraban en sus casas por temor. Ahora estaban en la calle, dispuestos a cuidar lo suyo y en las fogatas se juntaron los de uno y otro partido; los de una y otra fe. Una vez que el fuego estaba prendido, las mujeres no podían dejar de aprovecharlo: la cocina salió a la calle.
Se hicieron planes y se llamó a tomar decisiones, pero los jóvenes no siempre quieren participar en reuniones largas y aburridas. Hubo asambleas, pero en las asambleas las mujeres no suelen hablar, a menos que sea la maestra o la doctora, y aún así se les mira con recelo si vienen “de fuera”. Sin embargo, alrededor del fogón la cocinera tiene tanta voz como el hombre mayor y el joven, entre chiste y chiste escucha y pregunta sin miedo a parecer ignorante; los vecinos que se habían dejado de hablar por cuestiones partidistas renuevan el diálogo. Al calor del fuego y comiendo, todos somos iguales.
Esa convivencia tan horizontal desde la calle, en cada barrio, en cada cuadra, es la que poco a poco fue acercando de nuevo a los cheranenses para luchar por su bosque y por su pueblo, recordando los viejos usos y costumbres; retomando la idea de “la faena” como ese trabajo que se hacía entre todos por el bien de todos. No hace mucho que esta costumbre se practicaba aún. Los mayores te dicen: “Esta escuela la hicimos con faena” y recuerdan cómo en una boda o un entierro, la tradición es que cada quien ayude con algo: comida, trabajo, cualquier cosa para que entre todos sea más fácil. Esa vieja usanza que acerca a la gente y hace a todos iguales.
Por eso hoy, a casi un año de su levantamiento formal, Cherán tiene un nuevo Concejo Comunitario que reemplazó a un alcalde del PRI que entregó su último informe a cuatro años de ocupar el cargo. Cargo que abandonó como pacíficamente se lo exigió el pueblo.
El Concejo fue elegido por usos y costumbres entre los hombres y mujeres que la comunidad considera honorables y responsables. El Instituto Estatal de Michoacán sólo fue un espectador de la votación que los comuneros hicieron.
No hay lugar para partidos políticos en un pueblo que aprendió que unidos son fuertes y que separados los únicos que se benefician son “los maloras”. Incluso, señalan que en las elecciones federales prefieren no participar para evitar que los partidos vuelvan a separar a su gente.
También por eso los cheranenses que están “del otro lado” han participado durante todo el movimiento, apoyando a los que defienden aquello que aún sienten suyo. Ese pueblo donde se vive bien, que está lleno de niños y muchachos, es muy diferente de tantos que se han ido vaciando de juventud migrante. Sólo puede uno imaginar que ésa manera tan sencilla de ser comunidad es la que hace que los niños sean quienes alegremente pintan la fachada del antiguo ayuntamiento para substituir el letrero del palacio municipal por uno nuevo, un poco chueco, pero más bonito, que dice: “Casa Comunitaria Cherán K´eri”.
Se sigue platicando alrededor de las fogatas en este pueblo que ya no tiene miedo, aunque hace pocas semanas les secuestraron a todo un camión de pasajeros y recientemente se enteraron de la represión por parte de las fuerzas federales a los habitantes del vecino pueblo de Aquila, que se defienden de una minera. No pueden olvidar que el peligro continúa. Pero por ahora ríen y celebran sus logros y están decididos a mantenerlos, incluso a mantener las fogatas que tanto les han ayudado a ser de nuevo un pueblo unido.
Antes de partir me detuve a mirar a Cherán, una ciudad pequeña, un pueblo grande como tantos que han sufrido el azote del crimen organizado y la indiferencia de las autoridades. Aquí lo que es casi increíble es cómo lograron organizarse a pesar de ser tantos, de tener tantos intereses como el resto de los mexicanos. De Chiapas a Baja California hay muchos pueblos que están viviendo la misma situación, divididos por los partidos políticos, atemorizados por el crimen organizado, explotados por empresarios sin escrúpulos.
Lo que han logrado en este pueblo pacíficamente, se fue cociendo en el fuego con la plática y el sentido de comunidad, el que mantienen aunque sientan tan cerca el triunfo. Es imposible pasar por las casetas de vigilancia sin que te ofrezcan un café o un taco. Es su manera de averiguar quién es uno, qué quiere. Aunque hayan pasado del terror a un aparente triunfo en un año, no quieren dejar que las fogatas se apaguen.
Por la mañana los médicos tradicionales le piden fuerza a tata Jurhiata, nuestro papá sol que regala el fuego. Piden por el nuevo Concejo, por la unidad de los pueblos purépechas, por la paz. En la plaza central los viejos también aprovechan el sol para olvidar el viento frío de la noche y cuando les pregunto si más tarde van a ir a la fogata responden con un sí y agregan: “Una vez que prendiste la lumbre, hay que cuidarla y hacerla grande”.
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Habrá un evento cultural en Satiago Tianguistenco, adonde me invitaron como creador escénico, el tema es las fogatas de Cherán, no tenía nada planeado hasta que leí tu artículo. Muchas gracías, espero no te moleste parafrasee algunas de tus posturas. un saludo.
[…] fogatas de Cherán http://subversiones… (crónica) 2— «Contando el primer día de una lucha que apenas comenzaba porque después de […]
Muy bueno!! me gusto gusto, felicidades
muy buen reportaje, excelente prespectiva das al lector.
seria interesante acudir a vivir estos sucesos.
Me encantó tu manera de narrarlo, excelente reportaje.
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