Em hemû Kawane li dijî Dehaqan. La rebelión de los oprimidos del Kurdistán (1 de 3)

Por Bager / También visita la segunda y tercera parte de esta publicación.

 

Newroz, o el amanecer del pueblo kurdo

Hace muchos miles de años, en las fértiles tierras mesopotámicas situadas entre los ríos Tigris y Éufrates, en las faldas de los altos montes Zagros y Tauro, vivían en cientos de aldeas regadas por toda la región, un gran número de campesinos y ganaderos. Éstos cultivaban el mismo suelo donde surgió la agricultura hace unos 10,000 años, y entre las montañas, paseaban a su ganado en busca de mejores pastos. En lo alto de uno de los picos de los montes Zagros se situaba un castillo, en donde vivía el tirano Dehaq. Dehaq era un rey-serpiente maldecido por el demonio Ehrîman. Dicho espíritu maligno hizo que crecieran de los hombros de Dehaq dos enormes serpientes negras las cuales ocasionarían que cada vez que éstas tuvieran hambre, el rey-serpiente experimentara un intenso dolor. Las serpientes debían ser alimentadas con cerebros de jóvenes niños y niñas de las aldeas aledañas al castillo, por lo que durante todo su reinado dos víctimas eran ejecutadas día con día para saciar su hambre. Así transcurrió el tiempo, algunos dicen que el reino de terror de Dehaq duró mil años durante el cual el sol se negó a salir y, por consiguiente, las fértiles tierras mesopotámicas dejaron de serlo. El paisaje se tornó frío y oscuro, y la otrora próspera población que vivía en armonía con los suelos, las plantas, los animales, los ríos y las montañas de la región cayó en desgracia.

Cima del monte Nimrod, uno de los lugares ceremoniales del pueblo kurdo. Fotografía: Heriberto Paredes

Kawa –un herrero de una de las aldeas situadas bajo el castillo– y su esposa sufrieron en carne propia la sangrienta tiranía de Dehaq, a tal punto que seis de sus siete hijos fueron devorados por el rey-serpiente. Un día llegó la orden desde el castillo que la última hija de la pareja de aldeanos debía ser sacrificada, Kawa debía llevar al tirano el cerebro de su hija al día siguiente. Sin embargo el herrero se negó a hacerlo. En lugar de entregar el cerebro de su hija, sacrificó una oveja cuyo cerebro fue devorado indistintamente por una de las serpientes. Mientras tanto, escondió a su hija en algún punto de los montes Zagros. La proeza de Kawa poco a poco fue conocida, primero por los habitantes de su aldea y después por todos los demás, por lo que todos los padres de Mesopotamia llevaron a cabo el mismo procedimiento sin que Dehaq ni sus serpientes se enteraran. Pronto los montes Zagros estaban poblados de una multitud de niños que vivían en libertad entre los picos de las montañas. Con el objetivo de regresar a su tierra natal y salvar a su gente del tirano, Kawa entrenó a todos los infantes y formó un verdadero ejército de niños hambriento de libertad.

Nombres kurdos

Cuando llegó el día apropiado, dicho ejército marchó a través de las aldeas –donde fueron recibidos como héroes– en dirección al castillo para asesinar al rey-serpiente. En caso de lograrlo Kawa encendería una enorme fogata en señal de victoria. Entre más se acercaban al castillo, más hombres y mujeres abandonaban sus labores en el campo para unírseles. Finalmente penetraron en el castillo, Kawa con su martillo mató a las dos serpientes y decapitó a Dehaq. El herrero subió a lo más alto de la montaña y encendió la enorme fogata, a su vez las aldeas aledañas prendieron sus propias fogatas, y así sucesivamente hasta que en toda Mesopotamia se hizo la luz en medio de la oscuridad: eran libres de nuevo. Al día siguiente, 21 de marzo (equinoccio de primavera), el sol calentó de nuevo los dominios del Tigris y del Éufrates, las flores volvieron a brotar, las águilas volvieron a volar, y los hombres y mujeres volvieron a danzar y a cantar. A este acontecimiento se le conoce como Newroz (Nuevo Día), y es una fiesta que se celebra desde la costa del Mediterráneo hasta las montañas del centro de Asia por diversos grupos étnicos. Uno de ellos son los kurdos, quienes afirman que son los descendientes directos de Kawa.

İstanbul, 28 de diciembre de 2014

Desde temprano los habitantes de la ciudad pudieron observar desde múltiples puntos, diferentes demostraciones que recordaban al asesinato de 34 aldeanos kurdos a manos de la fuerza aérea turca en la pequeña comunidad de Roboski (cercana a la frontera con Siria) tres años antes. En la transitada calle peatonal İstiklal, cerca de plaza Taksim, se reunieron cientos de personas para participar en un mitin que denunciaba los acontecimientos; un poco más adelante, en Gezi Parkı se leía en una de sus paredes Roboski unutma (Roboski no se olvida). Más tarde, del otro lado de la ciudad, salió una concurrida marcha con decenas de antorchas prendidas que zigzagueaba por entre los sinuosos desniveles de Kadıköy hasta alcanzar la famosa Boğa Heykeli (Estatua del Toro).

Roboski: la memoria indeleble. Fotografía: Sebastián Estremo

Roboski: la memoria indeleble. Fotografía: Sebastián Estremo

En dicha glorieta, una joven muchacha vociferaba, por medio de un altavoz, el pronunciamiento de su organización. Enumeró cada una de las grandes masacres llevadas a cabo por el Estado turco contra la población kurda desde su fundación, liderada por Mustafa Kemal Atatürk, a principios del siglo XX. Y es que hay que saber que en Turquía durante muchos años ser kurdo –o tener algo que ver con uno de ellos– era un delito castigado con firmeza por la ley. La famosa fotografía de la enfermera Yıldız Alpdoğan de 21 años, frente a un tribunal militar en Amed (Diyarbakır) que la condenó a 12 años y medio en prisión por estar casada con un guerrillero kurdo, es un gran ejemplo de ello. Cuando terminó su discurso pude entablar una breve conversación con ella, sin embargo a los pocos segundos, y sin previo aviso, salió corriendo rumbo al puerto, los miembros de su organización me jalaron con ellos colina abajo. Entre la multitud pude voltear hacia atrás y vi a cientos de policías con sus escudos, sus vehículos blindados, y sus torretas de agua, agrediendo a los manifestantes, quienes se vieron forzados a dispersarse entre las calles del barrio. Una hora después «el orden se había reestablecido».

Un poco de historia

Tras la derrota de Alemania y sus aliados en la Primera Guerra Mundial, el Imperio Otomano, que en el siglo XVII llegó a expandirse territorialmente hasta las puertas de la ciudad de Viena, fue desmembrado principalmente por los intereses imperiales británicos y franceses. De tal manera que el territorio que alguna vez perteneció a una sola entidad administrativa se fragmentó en múltiples porciones. A principios del siglo XX la figura del Estado-nación comenzó a consolidarse en el continente europeo, mientras que en Oriente próximo apenas cobraba sentido con el nacionalismo turco de Atatürk y más tarde los nacionalismos en el mundo árabe y persa. Así pues, para 1923 apareció en el mapa la República de Turquía y, años más tarde, surgieron lo que hoy día se conoce como Siria, Irak e Irán (este último no formaba parte del Imperio Otomano). Como todo Estado (una forma de organización por definición jerárquica), sus principios se fundaron en los valores morales de la nación, cuyas bases fueron establecidas –como en todo Estado– por aquella minoría (élite) que detenta el poder político y económico del territorio en el cual se establece, con el apoyo de poderosos actores extranjeros. A lo que estos cuatro Estados aspiraban era a la creación de un Estado-nación propio que se integrara a la dinámica del sistema-mundo capitalista. ¿Y qué tienen que ver los kurdos con todo esto?

Vida cotidiana en la parte siria del territorio kurdo. Fotografía: Heriberto Paredes

Resulta que el Imperio Otomano aglutinaba un importante número de grupos étnicos diferentes, por mencionar algunos, estaban los turcos (procedentes del centro de Asia), los árabes, los armenios, los griegos, los persas, los kurdos, entre muchos otros. Si revisamos con detenimiento un mapa con toda la diversidad étnica de la región, constataremos que resultaría imposible la creación de un Estado propio para cada uno de ellos. Esto sería posible únicamente si algún grupo se enfocara en asimilar a sus vecinos, o en su defecto a exterminarlos. Y es precisamente esto lo que ocurrió con los kurdos.

Los kurdos son, en su mayoría, un pueblo semi-nómada, que vive de las actividades del campo y de la ganadería. Una de sus costumbres más arraigadas es que tienden a desplazarse a lo largo de la cuenca del Tigris y Éufrates durante el invierno con el fin de obtener mejores pastos para sus animales. Sin embargo con el establecimiento de fronteras estatales en donde no había ninguna antes, su tradición pastoril milenaria se vio truncada, lo cual afectó de forma severa su calidad de vida. Al mismo tiempo, los kurdos son el grupo minoritario dominante de los cuatro países citados anteriormente (en Turquía representan un cuarto de la población) y, pese a que habitan en la periferia de cada uno de ellos, al mismo tiempo se localizan en el corazón de la cuenca de los ríos gemelos, sobre una de las principales reservas de petróleo del mundo, de agua de la región y como punto de paso obligado para los oleoductos que transportan el petróleo de Mesopotamia al Mediterráneo y posteriormente al resto del mundo. Es pues una zona de importancia estratégica a escala mundial.

Riha (Şanlıurfa), antes Edesa, ciudad kurda situada en las cercanías de la frontera turco-siria. La rapidez del ritmo de vida contrasta con la calma que la rodea. Fotografía: Heriberto Paredes

Con el fin de consolidar desde su fundación el proyecto de Estado-nación, los cuatro países llevaron a cabo una política de asimilación, es decir todas las personas que habitaban dentro de su territorio debían hacer suya la idea de la nación turca, siria, iraquí, o iraní, según fuera el caso; y además debían de someterse a la autoridad del Estado. Cabe destacar que este fenómeno no es algo particular de esta región, sino que todos los Estados-nación del mundo se constituyen (o se han constituido) a través de esta estrategia. El Estado-nación resulta absurdo para una sociedad como la kurda, ya que su estructura social tiene como base la figura del jefe tribal, el cual en la práctica compite directamente con las instituciones, las cuales ponen en práctica las políticas del Estado. Por ello, el primer decreto en cada uno de estos países fue negar la existencia de lo kurdo; así pues los kurdos en Turquía eran «turcos de la montaña», en Siria e Irak «árabes del Yemen» y en Irán un subtipo de persas.

Las implicaciones de esto son sencillas, no se puede defender algo que no existe. Bajo esta lógica uno puede entender porqué en Turquía hablar o enseñar kurdo era un delito muy grave hasta hace poco. Además, la lejanía de los kurdos con los centros de poder y sus actividades económicas los hacía ver, a ojos de los nacionalistas, como gente subdesarrollada que representaba un obstáculo para la modernidad y la prosperidad de «la nación». De esta manera durante el último centenar de años los kurdos han sido víctimas de un sinfín de ataques y humillaciones que han costado la vida a miles de personas. Durante aquella manifestación en Kadıköy, cientos de voces recordaron las masacres en Dersim (1937-1938), Maraş (1978), Halabja (1988) y Roboski (2011), masacres que se materializan en la sangre derramada por miles de kurdos a manos de los verdugos en el poder.

Dos extraordinarios guías en territorio kurdo, sus bromas y sus historias siempre dibujaron una imagen crítica de su lucha. Fotografía: Heriberto Paredes.

El nacimiento de la resistencia kurda en Turquía

Muchas de las casas de las pequeñas aldeas y pueblos del sureste de Turquía (Bakur, como se le conoce en kurdo al norte del Kurdistán) y del norte de Siria (Rojava, o Kurdistán del oeste) están hechas de barro. El verano, en las faldas de los montes Tauro, es sumamente caliente, y en invierno, la temperatura desciende a veces hasta por debajo de los -10 °C. Por ello las casas son de barro, puesto que tienen la virtud de fungir como un regulador térmico que permite a sus habitantes hacer frente al extremoso clima de la región.

Tras un largo y emocionante viaje desde İstanbul llegamos a Mahser. Aquella noche de principios de enero nos encontrábamos abrigados del frío (¡-15°C!) en alguna de aquellas viviendas. El piso estaba tapizado por dos extensas alfombras blanquinegras que impedían que se filtrara el frío por debajo de nosotros. Largas hileras de almohadas, cojines y cobijas, acomodados de forma estratégica, servían para hacer lo propio en tres de los muros laterales pintados de rosa; el gélido viento únicamente podía penetrar a través de la última pared, en donde había una puerta, un televisor y un calentador eléctrico. Detrás de donde yo estaba sentado colgaba de la pared un cuadro artesanal en tercera dimensión que simulaba algún paisaje boscoso atravesado por un río que muy probablemente era el Éufrates. Era pues un paisaje de las montañas, situadas unos pocos kilómetros al norte de la pequeña aldea de Mahser, casi sobre la frontera de Turquía con Siria. Nuestro anfitrión nos ofreció un típico vasito de çay y un plato rebosado de baklava.

Mientras todos comíamos, él observaba de forma obsesiva sus alfombras, listo para recoger con un pequeño cepillo cualquier minúscula partícula de dulce que cayera sobre ellas. Frente a mí reposaba su huésped, un hombre mayor de unos setenta años y bigote recortado, cubierto por una gruesa cobija. Su aspecto sonriente y simpático inspiraba confianza, sin embargo sus facciones siempre analíticas y nostálgicas le daban cierto aire de misterio, después de todo él era la razón de mi visita. Nunca supe su nombre, y muy probablemente ninguna de las personas ahí presentes lo sabía, pero era un personaje muy respetado en la región, respondía al sobrenombre de Komtan. Su cabeza estaba cubierta por una kufiyya blanca con negro, mientras que el resto de su cuerpo vestía un uniforme color caqui oscuro. Komtan peleó gran parte de su juventud dentro de las filas del Partido de los Trabajadores del Kurdistán (o PKK por sus siglas en kurdo), un grupo guerrillero con inspiración marxista-leninista que surgió en la década de los años 70 dentro de los círculos universitarios del Bakur como respuesta a los horrores que sufrió el pueblo kurdo desde principios del siglo pasado.

La conversación se desarrollaba con tranquilidad cuando de forma abrupta se interrumpió. El televisor transmitía imágenes de una cadena kurda que mostraba una enorme congregación de personas en alguna de las plazas principales de París. Algunos de ellos llevaban largas mantas con el rostro de tres mujeres: Sakine Cansız, Fidan Doğan y Leyla Söylemez. Al igual que Komtan las tres mujeres eran miembros activos del PKK, una organización considerada como terrorista por Turquía, los Estados Unidos y la Unión Europea. Sakine Cansız nació en la región de Dersim, en el corazón de los montes Tauro, fue una de las 22 personas que participó en la reunión fundacional del PKK en 1978, poco tiempo después fue capturada y torturada en prisión por el ejército turco. Fue asesinada el 9 de enero de 2013, junto con las otras dos militantes de la organización, a manos de un agente secreto del MIT (Organización de Inteligencia Nacional de Turquía). La pantalla del televisor mostraba a cientos de personas conmemorando el segundo aniversario del asesinato político de uno de los símbolos de resistencia más representativos de los kurdos; tres víctimas más de la política nacionalista turca. Minutos después de aquella interrupción Komtan me dirigió la palabra y comenzó a explicar parte de su vida.

Al igual que Cansız, el pequeño Komtan vivió su difícil infancia en algún pueblo kurdo de entre las montañas del Bakur. Vivía en una pequeña casita con miembros de su familia, entre ellos su abuelo, que solamente sabía hablar una lengua: el kurdo kurmancî. La estructura tribal de los kurdos hace que en muchos casos el jefe tribal tenga mayor peso que la familia nuclear misma. El jefe de la tribu y las personas que lo rodean forman una especie de cúpula en el poder que decide sobre la mayor parte de las decisiones de la vida de los subordinados al grupo. Por lo mismo es un tipo de organización jerárquica que perpetúa ciertas conductas autoritarias y machistas (una excelente pieza cinematográfica que atestigua esta forma de operar es la película Sürü del famoso director Yılmaz Güney). Tras la fundación de la república de Turquía, gran parte de los jefes tribales fueron cooptados por el gobierno central con la finalidad de hacer aplicar las políticas de la nueva república kemalista. A cambio de respetar cierto grado de autonomía tribal, que permitió mantener dicha estructura, los jefes tribales debían cooperar para poner en marcha las nuevas directrices políticas que llevarían a Turquía hacia «la modernidad y el desarrollo». En otras palabras, la estructura tribal debía ayudar a convertir a los «turcos de la montaña» en «turcos modernos».

La modernidad primermundista que intenta construir el gobierno turco en la zona oeste del país contrasta con paisajes más crudos de lo que implica el capitalismo en territorio kurdo. Fotografía: Heriberto Paredes.

Resulta interesante resaltar la contradicción en este punto, puesto que la estrategia del gobierno turco consistió en apoyarse en un tipo de sistema que, al mismo tiempo que le ayudaba a llevar a cabo sus políticas de Estado, limitaba sus propios alcances, es decir su monopolio sobre todas las estructuras políticas, económicas y sociales dentro de su territorio. En términos prácticos esto se resume en que, si un jefe tribal cooptado por el gobierno turco sabía de alguna familia en donde persistiera el habla kurda (o cualquier otro tipo de práctica de «subdesarrollados»), tenía la obligación de notificarlo a las autoridades estatales quienes «tomarían cartas en el asunto». La familia de Komtan sabía de un caso, de alguna aldea cercana, en donde las fuerzas armadas turcas en efecto «tomaron cartas en el asunto». Una noche llegaron al poblado y quemaron una vivienda con sus habitantes dentro por cometer el crimen de hablar en kurdo dentro de la misma.

Parte de la familia pudo escapar de las llamas con severas quemaduras, sin embargo un hombre de la tercera edad sin movilidad en las piernas murió calcinado. La familia de Komtan sabía de la delicadeza de la situación en la que se encontraban. No obstante, jamás renunciaron a hablar kurdo en casa, por mínimo que pareciera era un modo de enfrentarse al enemigo. Sin embargo esto suponía la peor de las paranoias, ante cualquier visita, así fuera la del primo o la del mejor amigo, el abuelo era encerrado en una habitación para no correr ningún tipo de riesgos. Este modo de atacar, sigiloso pero efectivo, mermó el otrora fuerte tejido social del interior de la sociedad kurda en Turquía.

Hartos de semejantes abusos durante más de medio siglo, personas de los estratos más bajos de la sociedad, como Abdullah Öcalan y Sakine Cansız formaron la guerrilla del PKK que combatió al ejército, a las fuerzas paramilitares al servicio de la república kemalista, pero también a la estructura tribal reinante. Los kurdos se negaron a transformarse en «turcos modernos». A los pocos años de iniciada su juventud, Komtan decidió unirse a la lucha armada. El PKK se fundó como una organización jerárquica que tenía como objetivo el establecimiento de un Estado socialista en todo el Kurdistán. La tarea no fue sencilla, puesto que tras el coup d’État de 1980 encabezado por Kenan Evren, jefe del Estado Mayor, se impuso un régimen militar que obligó a los guerrilleros kurdos a atravesar la frontera sur hacia el norte de Siria.

Durante su exilio, el PKK fue capaz de ampliar los alcances de su organización más allá de las fronteras de Turquía, en especial sentó las bases de la nueva resistencia kurda que aparecería en el Rojava a principios de nuestro siglo. Los combates entre el PKK y las fuerzas armadas turcas en la década de los años 90 fueron sumamente sangrientos, lo que originó su encasillamiento dentro de los llamados grupos terroristas. En 1999 su líder y fundador, Abdullah Öcalan (conocido como Apo, tío en kurdo) fue capturado, encarcelado y permanece hasta la fecha en la isla prisión de İmralı. Pese a todo lo anterior, con el paso de los años la organización se hizo cada vez más grande y sólida y cambió su perspectiva política hacia el confederalismo democrático fundado sobre las ideas del teórico anarquista Murray Bookchin.

Mientras Komtan compartía sus experiencias, súbitamente se abrió la puerta de casa y a través de ella entró el dueño del lugar con más cobijas en los brazos, acompañado de un gélido frío que calaba hasta los huesos. Tendió una especie de cama y sugirió a Komtan, con visibles signos de cansancio, que era hora de dormir. No sin protestar, Komtan se acostó en su cama y se puso a dormir. El resto abandonamos la casa, era tiempo de las guardias nocturnas.