Texto: Romeo LopCam.
Entrevista en video: Jerónimo Díaz y Regina López.
Con imágenes de: Cráter Invertido y Recuperando el paraíso.
Este 19 de julio la comunidad nahua de Santa María Ostula fue objeto de una agresión por parte del Estado mexicano. Cemeí Verdía Zepeda, comandante de su policía comunitaria, fue detenido y llevado al penal de Nayarit bajo cargos tan absurdos que tuvieron que ser rechazados por el juez asignado al caso, quien a los pocos días le otorgó su libertad. No obstante, la Procuraduría General de Justicia del Estado (PGJE) de Michoacán giró dos nuevas órdenes de aprehensión en su contra por robo y homicidio calificado, con el objetivo de mantenerlo tras las rejas.
Durante ese mismo día, mientras la comunidad instalaba retenes para impedir que otras de sus autoridades tradicionales fueran detenidas; el ejército, la marina y la policía federal implementaron un desorbitado operativo enfocado a intimidarlos, resultando heridas de bala cuatro personas y asesinado el niño Hidilberto Reyes García de 12 años. Y a pesar de que distintas dependencias como la Secretaría de Gobernación (Segob) o la PGJE han negado que la bala que lo mató salió de las armas de las corporaciones ya mencionadas, los pobladores lo tienen claro: a Hidilberto lo mató el Estado en su afán de controlarlos.
No le será fácil sin embargo. La comunidad de Santa María Ostula tiene una larga historia de lucha y resistencia que data prácticamente desde su fundación, en el año de 1531, como consecuencia de las migraciones de la población indígena que se suscitaron luego de la llegada de los españoles a la región. Desde entonces, han sabido sortear múltiples obstáculos que a su camino han arrojado distintos gobiernos —desde el virreinal hasta los del México moderno—, manteniendo la integridad de su territorio, su cultura y su identidad.
Esto ha sido documentado por el historiador John Gledhill, quien en su libro Cultura y Desafío en Ostula: Cuatro Siglos de Autonomía Indígena en la Costa-Sierra Nahua de Michoacán, menciona varios hechos notables, como por ejemplo éste antecedente remoto de las actuales policías comunitarias:
En 1786 las comunidades indígenas de Coire, Maquilí, Ostula y Pómaro recibieron la autorización para formar milicias de arqueros para guardar la costa del ataque de piratas. Esto ayudó a incrementar el grado de autonomía que tenían las comunidades con respecto a sus asuntos cívicos y religiosos (aunque tenían no obstante que seguir pagando tributos al régimen colonial español). En 1778 el párroco de Ixtlahuacán se refirió a como el hecho de que los indígenas estuvieran armados con arcos y flechas era una fuente de preocupación constante para los párrocos locales.
Por su parte, la historiadora Raquel Güereca menciona en su tesis de maestría Las milicias de indios flecheros en la Nueva España, siglos XVI-XVIII, que la gente de los pueblos de la zona fungían como vigías por lo menos desde 1750, siendo las autorizaciones recibidas la confirmación oficial de un hecho consumado, antes que un mandato expreso de las autoridades del virreinato.
Si bien la gente de la comunidad de aquéllas épocas no tenía problema en reconocer que pertenecían a una entidad mayor llamada Nueva España, lo hacía en sus propios términos, es decir, como parte de una negociación que implicaba un intercambio de servicios por exenciones y el reconocimiento de ciertos derechos. Cuando el pacto con la corona española se rompía, la rebelión era una opción. Por ello no es extraño que hacia 1810, milicias de Ostula, Maquilí e Ixtlahuacán se sumaran a las filas de criollos y mestizos de Coahuayana para luchar por la independencia.
Dado lo anterior, resulta tristemente paradójico que los mayores embates en su contra se hayan dado durante los gobiernos del México independiente, como parte de procesos de adopción y consolidación del capitalismo en los que el territorio de las comunidades se ve como una veta de recursos a explotar, mientras que su cultura es calificada como un «resabio del pasado». Iniciativas como la Ley y Reglamento sobre Reparto de Bienes Comunales de Michoacán promulgada en 1851, o la Ley Lerdo de 1856 que decretaba la desamortización de toda propiedad corporativa, marcaron el pistoletazo de salida para los intentos de despojo que continúan hasta la actualidad.
La caza de territorios a expensas de las comunidades indígenas por parte de rancheros criollos y mestizos, logró desarticular a muchas de éstas durante los siglos XIX y XX. En contraste, otras como Santa María Ostula pudieron sortear los ataques empleando diversas estrategias, algunas tan drásticas como por ejemplo prohibir la celebración de matrimonios entre indígenas y mestizos, hacia principios del siglo pasado. Cuenta el historiador François Chevalier que si bien durante su visita a la comunidad en 1948 fue tratado con mucha cortesía, se le notificó que existía una ley que decía que ningún forastero podía permanecer en ella más de dos días.
Por supuesto, dichas estrategias también han incluido buscar amparo legal. Es en 1952 que sus autoridades tradicionales hacen la petición de Certificación del Título de Propiedad Comunal al Departamento Agrario del gobierno federal, siendo hasta 1964 —durante la administración de Adolfo López Mateos— que se emite el decreto presidencial que les otorga el derecho de posesión sobre 19,032 hectáreas. Y aunque en aquél entonces los pobladores mostraron su desacuerdo con los lindes establecidos, en décadas posteriores no han dudado en invocar dicho documento para defender su territorio.
La batalla más reciente que ha dado la comunidad en este sentido tuvo su punto de inflexión en 2009, cuando los indígenas organizados pudieron recuperar alrededor de 1200 hectáreas de tierra —fundando el pueblo de Xayakalan—, que les habían sido paulatinamente arrebatadas por «pequeños propietarios» provenientes del estado de Colima y zonas aledañas, mismos que a la larga demostrarían estar aliados con el Cártel de los Caballeros Templarios, el cual les asesinó a 32 comuneros y les desapareció a otros seis, entre 2008 y 2014. Todo ello ante la desidia de los gobiernos estatal y federal.
Varios más fueron desplazados de su comunidad por medio de atentados y amenazas. Sin embargo, algunos regresaron como parte de la avanzada del movimiento de las autodefensas, que cansado de las extorsiones y los asesinatos, buscó limpiar Michoacán de criminales con resultados desiguales en las distintas regiones en donde tuvo lugar. Cemeí Verdía Zepeda es uno de ellos. En cuanto regresó a Santa María Ostula, éste indígena nahua buscó y obtuvo el respaldo de la asamblea del pueblo, siendo designado no sólo comandante de su policía comunitaria, sino también coordinador regional de las autodefensas y policías comunitarias de la región Costa-Sierra.
Que el Estado mexicano quiera mantenerlo preso no es extraño, pero se equivoca en su pretensión de querer desarticular a este movimiento por la autonomía indígena quitando de en medio a uno de sus líderes. Porque si bien éstos juegan un papel importante, la fortaleza de Santa María Ostula no viene de ellos, sino de su historia, su cultura y su identidad como comunidad. Y eso es algo que no se puede poner tras las rejas. Sus pobladores sobrevivirán como lo han hecho durante los últimos 484 años, no nos cabe la menor duda. Ahora bien, depende de nosotros ser solidarios y acercarnos a ellos para que su sacrificio y el costo en vidas, no se incremente todavía más.