Cuando madres de los 43 subieron a la Sierra de Manantlán

Por Airy Sindik

Desde la carretera se alcanzó a ver la exhalación de la fumarola. No pasaban de las nueve de la mañana del 25 de marzo cuando llegamos a Tuxpan, Jalisco para recoger a la delegación de madres de los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa, Guerrero. Nos paramos en el mercado para comprar aguacates y queso. El sol subía a su paso calentando toda la región. Ya no había ese norte que nubló todo por varios días.

Llegamos a la casa de una compañera del centro de salud, entramos por un zaguán y un patio lleno de plantas para la clínica de medicina tradicional indígena. Nos sirvió un pozole y un jugo. Atrás, en el patio, cantaban los gallos y se escuchaba el aleteo de las gallinas que brincaban en las ramas del naranjo. Desayunamos y esperamos a las mamás, que podrían ser nuestras madres y por eso las acompañamos.

En diciembre los padres de los 43 muchachos desaparecidos fueron al encuentro de las resistencias, convocado por el EZLN, en La Realidad, Chiapas. En la silenciosa Realidad, los padres y los zapatistas se comprometieron a que visitarían las comunidades indígenas para compartir la lucha, la experiencia, los acuerdos, las acciones. Una araña patona y negra en el rincón de la cocina desayuna junto con nosotros un pequeño bicho que se topó con ella.

Me levanto de la mesa y recorro ese jardín interior hasta el zaguán, en la pared a un lado de la tele me encuentro la foto de cuando el Congreso Nacional Indígena habló en el Congreso de la Unión y habló muy claro, defendiendo en esos años que la Marcha del Color de la Tierra llegara a ser escuchada en la máxima tribuna de la democracia occidental en México. Indígenas de todos los estados de la República con sus trajes de gala. Desde entonces y hasta hoy se han ido agotando los lugares donde hablar y defendernos de la guerra silenciosa, la guerra por las tierras, el agua, los minerales, la justicia.

Berta, Inés, Hilda y los dos muchachos llegan con su pequeña mochila. Un cambio, un cuaderno y una chamarra, supongo, pues son mochilas pequeñas, de escuela, tal vez de sus hijos más pequeños. Subimos a la camioneta y salimos de Tuxpan camino a Ayotitlán, en la sierra de Manantlán, Jalisco. Allá es Reserva de la Biosfera, y son indígenas nahuas quienes se resisten a la expoliación de su territorio y pelean contra la minería ilegal que vende hierro a China. Hace 500 años fue la plata y el oro. Hoy sigue siendo nuestra tierra la que levanta las economías.

El camino va rodeando a esos volcanes, uno descansa en un sueño que pareciera eterno, como nuestros 43 muchachos desaparecidos, que están ahí visibles e inalcanzables pues no aparecen; se los llevó el ejército y lo sabemos todos, pero ¿y cómo los metemos a la cárcel si ellos son quienes vigilan las rejas? Ocasionalmente aparece una tanqueta militar en la carretera y queda atrás y nos parece normal, pero no lo es. ¿Qué hacen ahí?, ¿a quién vigilan?, ¿al volcán de fuego?, al volcán dormido.

La carretera rodea esos colosos que exhala nuevamente y las mamás se asoman por las ventanas. —¿Hay volcanes allá en Guerrero? —No, me dice Inés. Ahí vamos rodeando y viendo desde las ventanas esa fumarola que se eleva y se pierde poco a poco hasta que se hace nube. Inés ve por la ventana y le marca a alguien. Le dice, «Oye, te soñé; nada, sólo que pues a veces se hace realidad y mejor no; sí, todo bien», cuelga. Ve la ventana y el sol le da en el rostro todo el camino. Se cubre con un cuaderno maltrecho y duerme recargando su rostro contra el vidrio.

Berta va regañando a Negrito, un estudiante de la normal rural de Ayotzinapa. Negrito va comiendo una chupaleta Lucas, y se le pinta toda la boca de rojo fosforescente, como a cualquier niño. Pero ya no es un niño, tiene 17 años, tal vez uno más. El brazo lo trae raspado completamente y pienso que es de hace unas semanas cuando se pelearon con el ejército al intentar entrar al cuartel militar en Iguala; semanas o tal vez meses que se van sumando sin que lleve la cuenta; eso pienso y le preguntó qué le pasó. «Nada, me caí de la moto». Abreu, de Radio Universidad, le dice: «Usted iba con la novia, ¿verdad?». Negrito nos responde, «No; me caí, nada más». Reímos y callamos. Todo lo que nos callamos.

José, otro de los estudiantes de Ayotzinapa, es de primer año. Él va poniendo música, pone a Calle 13 y unas cuantas rancheras de amor y vuelve después con Mercedes Sosa. Le sube el volumen al altavoz de su celular y todos vemos las ventanas donde se pierden los volcanes entre la sierra tupida. La terracería entra hasta Ayotitlán y nos recibe el Consejo de Mayores. Negrito y José, para desentumirse, van a hacer leña para el fogón de las tortillas. Después, se sientan bajo la sombra de un huizache y hablan echando un taco con sal y chile. Abreu les lleva por fin un plato de arroz y frijoles. Hablan bajo la sombra del huizache mientras el Consejo de Mayores prepara la mesa para escucharlos y escucharlas.

Dos horas transcurren sobre esa mesa. Hablan Berta, Inés e Hilda, después habla Negrito. Nos piden que nos levantemos para hablar con respeto a sus compañeros desaparecidos. «Entonces ¿qué vamos a hacer?, ¿esperar? Y ¿qué vamos a esperar?». Berta enojada e indignada habla y nos repite las palabras con las que la recibieron en La Realidad: «tu lucha es mi lucha», decían en Chiapas. Hilda nos dice que los políticos les han prometido todo: «pinches políticos, saben prometer, nada más». Ahora les llegaron tarjetas del Partido Verde y la solicitud para que su hijo sea jefe de casilla. «No tienen madre», dice Berta.

Allá en Ayotitlán cuenta el Consejo que también luchan y no se dejan. Pero también duele la lucha y no sabemos cuánto, hasta que Blanca habla. Es la esposa de Celedonio, abogado indígena que fue levantado con charolas de la Federal y del que aún no se sabe nada. Y Gaudencio cuenta que lo levantó la Fuerza Única y apenas y lo alcanzaron a sacar de las manos del gobierno.

Hablan los más del Consejo y se preguntan por la Justicia. «¿Y a quién vamos a ir a pedirle justicia, a quién? Vamos a desbarajustar las elecciones», dice una de las mamás. «No votar es como si ganaran y nos rindiéramos», dice alguien. «Pero los partidos saben prometer y nos usan como escalones, para después ponernos un valor de venta y nos venden», dicen los del Consejo. «Entonces nada recibe el pueblo, todos los partidos son iguales. No sé cómo, pero vamos a desbarajustar las elecciones, porque ahí no va a volver a gobernar un partido hasta que no aparezcan nuestros hijos y los de todos», sentencia una de las mamás.

A los que vemos nos tiembla la voz, nos piden que seamos alegres y que no tengamos miedo. Pero tenemos, tenemos miedo de gobernarnos nosotros mismos.

Gaudencio Mancilla despide con un aplauso a las madres y sirven la comida. Arroz y frijoles con tortillas recién echas a mano. Terminamos de comer y subimos a la camioneta. Regresamos por la misma terracería. El calor sobre la camioneta sofoca la cabina. Algunos duermen, otros escuchan música. Berta me dice: «Es que en todos lados hay problemas, no entendemos que el problema es el gobierno». Pasamos sobre algunos ríos y ella reclama al chofer por no detenerse a refrescarse un segundo. Eso queremos, detener un segundo nuestra sofocante realidad, pero nada, tenemos que llegar lo antes posible a Guadalajara para que descansen.

Al día siguiente las mamás estarían en el ITESO [Instituo Tecnológico de Estudios Superiores de Occidente] y en la UdeG [Universidad de Guadalajara], y luego la marcha, la #AcciónGlobalporAyotzinapa.

El volcán de fuego hace una nueva exhalación, pero ésta es más grande. Sube entre el cielo claro. Nos detenemos en un crucero de Colima, desciende de la camioneta José, quien va a acompañar la marcha en Colima. Tiene apenas 16 años, pero va sólo. Va a hablar en Colima para que escuchen de viva voz lo que sucede en Guerrero, porque los medios no lo cuentan, porque el olvido es la estrategia del gobierno.

Dejamos a José y recorremos esa carretera que va custodiada por los volcanes, una última exhalación y queda atrás esta escala de las madres de los 43. Un día después estarán en Zacualpan, allá la minería no deja de acosarlos, allá, ya están pensando en ser autónomos.