José Luis Santillán y Heriberto Paredes
Video de Cristian Leyva
Llegando a donde todos quieren salir
Chilapa estaba bajo fuego. Esto no era una noticia nueva, pero las condiciones que se nos estaban informando desde el interior, nos alertaban de que el escenario era completamente distinto, aunque el conflicto continuaba siendo el mismo: la disputa de la plaza entre dos grupos de la delincuencia organizada, Rojos y Ardillos; pero ahora cobraba nuevas dimensiones. Por ejemplo, un autodenominado grupo de «comunitarios» habían tomado el control de la ciudad. La presencia de fuerzas armadas federales, de hecho, señalaba que actuaban en coordinación con los civiles armados. Y las amenazas y ataques contra periodistas no esperaron mucho.
Llegando a la entrada de Chilapa, en el arco que da la bienvenida, se encontraba un primer filtro con de alrededor de 40 hombres armados, vestidos con ropa humilde, cubiertos del rostro con paliacates, camisas, todos portaban sombreros o gorras y, visiblemente, sus escopetas en mano, algunos con armas cortas empuñadas, su mirada alerta. Posicionados de modo que no se les pudiera sorprender, distribuidos y algunos más ocultos que otros. A diferencia de lo que nos habían advertido, no nos revisaron y tan sólo nos pidieron con señas que bajáramos la velocidad y luego que siguiéramos hacia adelante.
A cien metros encontramos otro filtro donde unas 15 patrullas de la Fuerza Estatal estaban apostadas en ambos lados de la avenida, aunque sólo unos diez elementos eran visibles y la mayoría estaban en la tienda o desayunando. Ya en la glorieta Eucaria Apreza –símbolo del caciquismo que priva en la región, unos 100 civiles armados se encontraban en posición más relajada, aunque con las armas en la mano; se podía ver también a mujeres y niños de las comunidades indígenas. Las calles y los negocios lucían desolados.
Por la tarde estaba convocada una manifestación que partiría de la plaza central y, dado que el día anterior la prensa había sido agredida por los civiles armados, decidimos ir primero a presentarnos con ellos y advertirles de nuestra presencia; nuestra intención era medir un poco el nivel de hostilidad del que ya se nos había informado. Nos acercamos a preguntarles quién podría brindarnos una entrevista y de inmediato nos señalaron al indicado, cruzamos la avenida y nos encontramos con él. Era un hombre de alrededor de 60 años, moreno y con el rostro duro que todo el tiempo nos miró con desconfianza; portaba gorra verde olivo y mochila «mariconera», que en Guerrero todo mundo sabe ya, son ideales para transportar armas cortas y se han vuelto una característica de quienes integran organizaciones criminales.
«Nosotros ya no somos libres de venir a Chilapa» declaró el señor que nos concedió unas palabras pero que nos impidió tomar fotos, grabar video e incluso registrar el audio. «Sólo notas» nos limitó. El campesino afirmó que «comunidad por comunidad se empezaron a armar hace ya un año porque el ayuntamiento nos ha olvidado, ni los artesanos han podido venir a vender», aunque fue hasta su presencia que el tradicional mercado dominical se frenó. Anteriormente este lugar tuvo la presencia de muchos artesanos y pese a la tensión que reina en la ciudad desde hace ya casi tres años, no se había frenado la actividad económica como ahora.
Tomamos el acuerdo comunitario de hacer la policía comunitaria, porque el síndico del ayuntamiento no hizo caso de nuestras denuncias de 78 desaparecidos. Queremos tranquilidad y por eso no nos vamos a retirar hasta que haya una respuesta contundente y se acabe con El Chaparro.
Algunas de las comunidades mencionadas en esta breve plática son El Jagüey, San Ángel, Ayahualulco, Ciloxuchicán, Acatlán, Vista Hermosa, Los Amates, El Refugio, en total 26. Antes de concluir, este señor de mirada desconfiada y sin soltar su «mariconera» nos comenta que «ya hay una mesa de trabajo con las autoridades municipales pero no ha habido respuesta. Nos sentimos huérfanos, como cuando un hijo no tiene padre».
Después de la entrevista pasamos al cuartel de la policía municipal, preguntamos por el responsable de seguridad y una mujer policía nos señalo a quien podría informarnos, y enfrente teníamos, ni más ni menos que a Juan Suástegui Epifanio recientemente nombrado por el gobierno estatal, como secretario de seguridad en el municipio, reemplazando al capitán primero de infantería Job Encarnación Cuenca. Pero al no conocerlo, fácilmente nos mintió y dijo, «el responsable de seguridad no está, anda en las patrullas y no tiene hora de regreso». Pocas horas después lo fotografiamos cuando alrededor de 350 ciudadanos le reclamaban que diera a conocer de las acciones que llevaría a cabo para resguardar la seguridad de la población; además, fue señalado de colaborar con los civiles armados.
Nos acercamos a la plaza, ya había unas 200 personas reunidas y se escuchaba un megáfono. Nuevamente preguntamos con quién podíamos hablar y de manera sorpresiva nos pasaron al centro de la reunión, pidieron que «la prensa nos acompañe». La marcha recorrió una parte de los barrios y se enfiló hacia el cuartel de la policía municipal. Antes se había anunciado en en el megáfono: «Iremos a exigirle a las fuerzas armadas nuestra seguridad y que se retiren los supuestos comunitarios». Al frente de la marcha iban algunos personajes del PRI, como Sergio Dolores Flores, ex-alcalde de Chilapa, y familiares de los recientes desaparecidos, quienes afirman que fueron los civiles armados quienes se llevaron a golpes a sus familiares en complicidad con la Gendarmería y los estatales. Al pasar frente al palacio municipal que estaba cerrado, podía sentirse la total ausencia de las autoridades locales, como el alcalde Francisco García González (PRI) que permanecía exiliado en Chilpancingo donde confesó públicamente que «temía por su vida».
Metros antes del Puente Hidalgo, donde cruza el río Ajolotero, los civiles armados, en desbandada y con escopetas al frente, se encaminaron a interceptar la marcha, que al verlos subió el volumen de las consignas; así llego el momento en que quedaron frente a frente y una confrontación física parecía inminente. Finalmente llegaron a un acuerdo y la marcha pudo avanzar hasta la entrada del cuartel de la policía municipal, evitando que se repitiera el escenario del día anterior en donde los civiles armados disolvieron la manifestación y atacaron a los pocos periodistas que se encontraban ahí. Con el mismo megáfono exigieron a Juan Suástegui Epifanio que estuvieran presentes los mandos de la Gendarmería, la Fuerzas Estatales y el ejército.
Después de 15 o 20 minutos llegaron los mandos solicitados y escucharon las demandas de la manifestación, el tono volvió a subir con las denuncias sobre desapariciones y llegaron al grado de exigir la salida de los civiles armados, quienes lanzaron amenazas: «¡Esa es gente de Chaparro y vamos a acabar con ellos!, ¡Si ustedes tienen buenas casas y trabajo es por nosotros!». Cinco elementos de la Gendarmería y varios estatales se pusieron en medio de los dos contingentes. Finalmente los mandos de las fuerzas armadas se concretaron a decir que por seguridad no podían revelar sus planes de acción y que los dejaran hacer su trabajo, mientras que loas familiares de los desaparecidos insistían en su presentación inmediata; aunque dieron sólo cuatro nombres, afirmaron que son alrededor de 16 y que si no hay denuncias es por miedo, pero que ellas –las familias que reclaman a sus hijos y hermanos en esta acalorada manifestación– ya no tienen miedo.
Desvirtuado el concepto de comunitarios, ahora cualquiera puede cobijarse en él
Sus carteles manifestaban las comunidades de procedencia y las demandas se leían en ellos, no rebasaban tres: paz y justicia, no más secuestros y unidos por Chilapa. De sus propias declaraciones, las principales demandas que manifestaron públicamente fueron dos: la detención inmediata de Zenén Nava Sánchez, alias «El Chaparro» y la destitución del encargado de seguridad municipal. La segunda fue concedida inmediatamente por el gobierno estatal pero este grupo de civiles armados amenazó con no irse –y ahora con regresar– si no se cumple la primera.
La actitud de estos civiles armados que se autodenominan «comunitarios» es completamente diferente a la de las policías comunitarias que han surgido en el estado, no les interesa difundir su forma de pensar, su comportamiento hacia la prensa es hostil y a la pregunta expresa, ¿cómo funciona su policía comunitaria? La respuesta fue: «seguiremos siendo comunitarios hasta que se cumplan nuestras demandas». De acuerdo a sus propias declaraciones hicieron algunas asambleas antes de su levantamiento, pero en ningún momento manifestaron tener una estructura comunitaria, mucho menos lo que harán con los detenidos que tienen.
De acuerdo a sus palabras, pareciera que el concepto comunitarios es sinónimo de alzados, lo cual no corresponde a la lógica de las policías comunitarias. Si bien la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias-Policía Comunitaria (CRAC-PC) en sus inicios manifiesta que es un modelo de seguridad y justicia que puede ser retomado por otros pueblos indígenas y que en otros estados las guardias comunitarias llevan décadas de existir, como es el caso de Cherán y de Santa María Ostula en Michoacán. Lo acontecido en Chilapa no encaja en ninguna de estas lógicas que surgen desde la organización comunitaria ante la brutalidad de la delincuencia.
Aunque es posible ver que la mayoría de los civiles armados en Chilapa son indígenas provenientes de la parte sur del municipio, donde el grupo delincuencial Los Ardillos lleva por lo menos 50 años operando. También se ve a hombres que no concuerdan ni con la complexión ni con la forma de hablar de los habitantes de esos lugares, que dan ordenes y deciden cuándo se habla y cuándo no. Las mujeres que llegaron con pancartas lo hicieron ya en los últimos días de la incursión armada que comenzó el 9 de mayo.
Un apunte más en esta revisión es la actuación de los distintos niveles de gobierno, que, a diferencia de los surgimientos de policías comunitarias en los últimos dos años, ahora no han dado declaraciones ni posturas oficiales de parte del gobierno municipal y estatal. La actitud de las fuerzas armadas del estado y las federales no fue tampoco, como se había visto antes frente a estos escenarios, contundente o significativa, ni siquiera porque en este caso los civiles armados hicieron uso durante días de las patrullas municipales.
En dos años —a partir de la primer ruptura de la CRAC-PC— el término «comunitarios» se ha visto en distintos medios desvirtuado, perdió su sentido original que por 15 años fue sinónimo de justicia. Los enfrentamientos entre estas fracciones y los resultados fatídicos de ello, han corrompido a la comunitaria. Esto parece ser caldo de cultivo para que cualquier grupo armado se cobije bajo el concepto de comunitarios y pueda realizar acciones violentas.
El origen del rencor en una tierra colorida
Chilapa o Chilapan –según la voz nahua– es la cabecera municipal de la demarcación que lleva su nombre, constituye el centro económico de un conjunto de poblaciones indígenas que dependen, en buena medida, de la posibilidad de vender sus productos artesanales en el mercado que cada domingo se instala en las calles chilapenses. Sin embargo, esta ciudad, es mestiza y la convivencia con artesanos y campesinos no ha sido cálida y respetuosa, la historia local en los últimos dos siglos está llena de levantamientos armados –1844, 1849, 1910, por mencionar algunos años de grandes revueltas– que provienen desde las comunidades indígenas pertenecientes al municipio hacia su capital, siempre en contra de caciques o empresarios vinculados a la compra-venta de artesanías. Ya la palabra artesanía suena a desprecio, aunque sea una parte fundamental del sostenimiento económico y social en la región. Quien viera las máscaras y los tallados en madera, los amates pintados de muchos colores, los tejidos y las pinturas en retablo que se ofrecen en el mercado, diría que es arte y no artesanía, pero para buena parte de la población mestiza, los indios hacen artesanías.
Vivir en una economía primaria que tiene como elemento central la milpa no es sencillo en el México de hoy. Nunca no la sido. Por ello las comunidades nahuas han desarrollado con una destreza inigualable en el estado al tratarse de tejer la palma y tallar madera o transformar las pieles de vaca en máscaras de tigre, pero también han sabido fabricar un mezcal de muy buena calidad; la vida en las comunidades pasa por actividades cotidianas como echar tortilla, guisar mole, preparar las fiestas y tocar música en las patronales de cada comunidad. Esta es una parte de la historia viva del municipio, misma que contrasta demasiado con las ya sucias avenidas centrales de Chilapa y las actividades más bien financieras, no por algo esta cabecera municipal es el punto estratégico de paso para mover mercancías como maíz, café, frijol y ganado que viene de la Montaña y que en estos valles encuentra la forma de transportarse hacia el zona central de Chilpancingo, o bien hacia estados como Puebla y Oaxaca. Y de igual forma que el mercado de arte, es Chilapa la que centraliza las ganancias económicas.
La base económica familiar es la agricultura de autosuficiencia, en términos generales el problema de la concentración de tierra continúa porque las familias campesinas tiene poca tierra cultivable y el resto está acaparado por los terratenientes que se renuevan de vez en vez; en este sentido, las condiciones del campo mexicano son desastrosas y esto no es distinto en el territorio del municipio de Chilapa (al igual que en los municipios colindantes como Zitlala y Ahuacuotzingo). La llegada de la mariguana y la amapola a mediados del siglo XX resultaron una alternativa de subsistencia que poco a poco fue consolidándose como la principal fuente de ingresos y de manera contundente sustituyó al maíz y al frijol como productos agrícolas básicos, los limitó a la parcela al mismo tiempo que permitió cierta acumulación de dinero para desarrollar otras actividades como la ganadería o el comercio. Las mal llamadas artesanías son el único producto que se ha mantenido firme pese a la presencia de estas plantas prohibidas.
De manera muy coincidente, varias familias comenzaron a organizarse para la siembra, producción y distribución de la mariguana y del extracción de la goma que desprende la amapola. Como se puede constatar en otros estados, esta economía alternativa familiar poco a poco fue creciendo, fue entonces que –una vez establecidas las prohibiciones a nivel federal– las rutas se disputaron y las familias se convirtieron en cárteles locales, como consecuencia de este giro que da el capitalismo en los niveles más bajos de producción primaria. Uno de ellos, y que hasta ahora continua, es el de Los Ardillos, heredero de la familia Ortega, este grupo ha crecido de manera considerable en la última década, más o menos de la misma forma en que otros cárteles del estado lo han hecho, por lo que ahora es posible pensar que el levantamiento armado de «comunitarios» no es sino una muestra de fuerza para controlar la cabecera municipal y ganar terreno. Para comprender que en Guerrero, las relaciones del poder político –y ahora las del poder criminal– se mueven casi siempre en función de la pertenencia a una familia, basta mencionar que el presidente del congreso estatal es Bernardo Ortega, uno de los hermanos de la familia a la que se le atribuye ser la cuna y actual sostén de una organización criminal –Los Ardillos–que hoy en día redefine sus apoyos políticos para mantenerse en el terreno del negocio.
Y si a esta historia le agregamos la presencia y control de Los Rojos de buena parte del territorio regional, comprenderemos también cómo las disputas políticas son también las disputas por el control del negocio más rentable en el estado: la producción de estupefacientes en todas sus modalidades así como su transportación a diferentes destinos. Aunque ahora se le hayan agregado secuestros, robo de autos y extorsiones a la población, el llamado cobro de piso.
Este cártel con presencia también en la capital, Chilpancingo, es el resultado de un acto involuntario, así lo relata una fuente cercana a Guerreros Unidos con quien pudimos conversar: «Todo inicia cuando el cártel de los Beltrán Leyva rompe con los Rojos, porque anteriormente no había tantos grupos como ahora, antes era un solo grupo, eran puros Rojos aquí en Guerrero, que los dirigía Jesús Nava Romero. Entonces cuando matan a Jesús Nava Romero, estaba en Morelos –mucha gente lo supo– lo matan ahí al Rojo mayor, o sea, aquí en Guerrero, los sucesores no quisieron jalar con los que había dejado Jesús». Esta banda que no quiso trabajar con Jesús Nava consolidó lo que hoy conocemos como Los Rojos, usando ese nombre en honor a su antigua líder al que le apodaban así, «El Rojo».
De esta manera agravios históricos entre las comunidades indígenas y la cabecera mestiza conviven en una compleja olla de tiempo con el fortalecimiento de organizaciones criminales que sólo han podido mantenerse y crecer con el apoyo de generaciones de gobernantes y de partidos políticos, como el PRI y en los últimos 10 años también con el apoyo del Partido de la Revolución Democrática (PRD).
Los senderos de Chilapa
A diferencia de los Caballeros Templarios en Michoacán, la organización criminal Los Ardillos utiliza los niveles más básicos de organización municipal para ganar base social y tener de su lado a la mayor cantidad de comunidades posible. No se trata de una estrategia nueva, esta organización,según comentarios de los propios habitantes del municipio de Chilapa, cuenta con por lo menos 50 años de existencia, lo que implica un fortalecimiento de la fusión de las dos estructuras, la criminal y la política institucional. Dicha dinámica de penetración corresponde a un amplio conocimiento del funcionamiento comunitario, ya que son los comisarios ejidales y los comisariados de bienes comunales quienes pueden influir determinantemente en las decisiones tomadas en las asambleas comunitarias; el soborno o las amenazas de las que pueden ser parte estos eslabones básicos de la estructura organizativa son el mecanismo que ha llevado a decenas de comunidades de la región a responder –y volcar su economía, política y seguridad– en función de la pertenencia al crimen organizado.
En una conversación reciente con Javier Monroy, miembro desde hace varias décadas del Taller de Desarrollo Comunitario (TADECO), una de sus intervenciones nos reafirma la sospecha de que no son los presidentes municipales el nivel más bajo de contubernio con los cárteles: «el control empieza con la estructura agraria, los comisariados ejidales y de bienes comunales tienen un papel fundamental, ellos controlan las asambleas de los campesinos y ellos determinan; la misma estructura que se generó en los años 50 y 60 tal vez de los 40 con el problema de la madera, con la explotación de la madera, son las mismas estructuras que les han servido a estos grupos para aterrizar en las comunidades, y desde allí viene el control». El episodio de la toma de Chilapa resulta significativo para ver estas dinámicas de control, en la práctica, tal y como era visible en las personas que daban órdenes e indicaciones, contaban con radios y con mejor armamento; estas personas no son originarias de las comunidades nahuas que llenaron las calles chilapenses, su hablar y sus rasgos los delatan; ellos –siempre hombres– decidían si daban entrevistas, si los contingentes accionaban o no, pero sobre todo –dato particular– daban la línea a los comisarios que se encontraban en este escenario. Nuestra hipótesis es que estas personas, llamados «comandantes» son quienes realizan el control permanente de la estructura ejidal como cimiento de la organización criminal, alimentada de las necesidades y rencores de las comunidades indígenas.
A partir de este planteamiento nos surgen muchas interrogantes, sobre todo pensando en ubicar las responsabilidades de la toma de la cabecera municipal o bien, tal y como acusan muchos habitantes de esta mediana ciudad, de las desapariciones que se han registrado desde el sábado 9 de mayo. No es posible ubicar culpables de manera maniquea, menos desestimar los reclamos que cientos de campesinos hicieron, a pesar de que el mensaje «oficial» de los presuntos comunitarios se limitaba a la detención del líder del cártel de Los Rojos, Zenén Nava Sánchez, alias El Chaparro.
Con la superposición de la estructura criminal por encima de la estructura organizativa comunitaria se tienen al menos dos efectos, el primero lo constituye la cooptación casi total de la región sur del municipio y la supeditación de las autoridades comunitarias a las líneas de trabajo y de negocios de Los Ardillos; en segundo lugar, la utilización de las demandas históricas de las comunidades nahuas como escudo de contención y legitimación de las necesidades de la organización criminal, de tal suerte que la exigencia de detención del líder criminal pone en segundo plano las denuncias de desaparición forzada y de múltiples amenazas que enarbolan los campesinos armados, aunque sin este «respaldo legítimo» no sería posible una acción similar. Una suerte de camuflaje de los verdaderos objetivos, que son los de Los Ardillos y no los de las comunidades.
La imagen de los campesinos enardecidos, mal tapados de la cara y armados con escopetas de caza, sombreros muy parecidos a los que usaban otros campesinos indígenas en la revolución, nos provoca desconcierto, incertidumbre, en cierta medida desconfianza pero sobre todo somos testigos de la consecuencia de los agravios que durante siglos han padecido los habitantes de las comunidades que rodean a la ciudad-mercado de Chilapa. Cada vez más son visibles mujeres y niños, pero el rostro sigue mal tapado, los ojos transmiten furia y la agresividad es la misma, están cansados de ser explotados y un cártel como Los Ardillos supo aprovechar esta situación y sacarle el jugo necesario para ponerlos de su lado y penetrar, al grado del control, sus estructuras organizativas mínimas. Es inevitable pensar en Sendero Luminoso, un grupo guerrillero que para hacerle la guerra al Estado peruano decidió montarse y controlar las estructuras comunitarias y de esa manera forzar a la población a dar cobijo, información y combatientes; decenas de miles de campesinos indígenas peruanos murieron –o en combate o asesinados por sus propios compañeros acusados de traidores– y no se consiguió absolutamente ninguna mejora en las condiciones de vida de las zonas serranas sumidas en la miseria. Lo complejo del proceso guerrerense nos ha llevado a ver de nuevo el fantasma de la violencia entre los pobres y cómo se enardece a cientos de personas –aunque no sabemos cuántas más– para combatir a una organización criminal y de esta forma controlar la plaza al mismo tiempo que se obtiene, supuestamente, una suerte de «victoria histórica» que haga un poco de justicia entre los habitantes indígenas y los mestizos que componen la cabecera municipal. Este es el engaño.
Epílogo
Lo que hemos observado hasta ahora es que, en el momento actual y nuevamente bajo la lógica electoral, tanto organizaciones criminales como sus pares partidos políticos, juegan en un tablero en donde se recompone el orden del poder, no sólo político sino sobre todo económico, es decir que, luego de un largo y violento proceso, finalmente es el crimen organizado el que decide y consolida a los administradores del gobierno en todos sus niveles. Pero para poder contribuir con más elementos de análisis es necesario realizar un minucioso mapeo de todo Guerrero, una suerte de radiografía en la que se pueda ver con mejor ángulo todo esto que constituye la necropolítica o política criminal, la nueva face del poder capitalista en la que se avecinan grandes y violentas crisis. En próximas entregas trataremos de realizar este monumental esfuerzo.
excelente reportaje, gracias.