A propósito de las víctimas mortales de la represión policial en México

El joven de 13 años José Luis Alberto Tehuatlie, fallecido recientemente luego de que una bala de goma le impactara en la cabeza durante un desalojo en el poblado de San Bernardino Chalchihuapan, en Ocoyucan, Puebla, no es la primera víctima mortal de la represión policial en México. Antes bien, el abuso por parte de los cuerpos de seguridad del Estado hacia los manifestantes es una constante, gracias a que cuando sucede, sus elementos son solapados y justificados desde los más altos niveles de gobierno, propiciando que estos se sientan protegidos y sin duda hasta alentados a actuar de manera violenta y arbitraria.

Durante la serie de operativos en contra del Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra (FPDT) de San Salvador Atenco, en mayo de 2006, una bala calibre .38 disparada por la policía del Estado de México —gobernado en ese entonces por Enrique Peña Nieto— le quitó la vida a otro joven de 14 años, de nombre Francisco Javier Cortés Santiago.

Posteriormente, en ese mismo entorno, el estudiante Alexis Benhumea de 20 años de edad, fue golpeado en la cabeza por un cartucho de gas lacrimógeno, a raíz de lo cual también perdió la vida. Esto sin mencionar las graves violaciones a los derechos humanos de los detenidos y las detenidas sucedidos en aquella ocasión, que incluyeron abusos sexuales en contra de varias mujeres, así como diversas torturas hacia el conjunto de los arrestados.

Fotografía: Jesús Villaseca

Fotografía: Jesús Villaseca. Publicada en Flickr bajo una licencia Creative Commons (BY-NC-SA 2.0).

Aunque en 2009 dichas violaciones fueron reconocidas por la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), esta eludió fincar responsabilidades. Sus ministros mostraron una actitud extremadamente tibia, negándose a tomar lo que bien pudo haber sido una histórica resolución, en la que se identificara y sancionara a los culpables materiales e intelectuales de los atropellos. Y por ello son en cierto modo, corresponsables de la muerte de José Luis Alberto Tehuatlie. Como lo son también de la muerte del activista y director teatral Juan Francisco Kuykendall, herido en la cabeza por un proyectil —no queda claro si una bala de goma o un cartucho de gas lacrimógeno— disparado por la Policía Federal, durante las protestas en contra de la toma de posesión de Enrique Peña Nieto, el 1 de diciembre de 2012.

En esa misma ocasión, el estudiante de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM), Uriel Sandoval, perdió el ojo derecho al ser atacado de manera similar.

Para cualquiera que haya participado en una movilización en donde se despliega una fuerte presencia policiaca, resulta claro que la labor de los cuerpos de seguridad no es contener sino amedrentar e inhibir la participación de los ciudadanos en los actos de protesta. Muchas veces son estos los que generan la violencia, al crear un clima de tensión entre los manifestantes, en el que cualquier chispa se presta para comenzar un incendio. Y cuando se desata, sus elementos saben que pueden lastimar sin distinciones ni miramientos.

Acosos, detenciones arbitrarias, violaciones al debido proceso, torturas físicas y psicológicas, golpizas salvajes y abusos sexuales; no son eventos inusuales dentro del «repertorio de técnicas» que implementan los cuerpos de seguridad en México, con el objetivo de controlar a la población inconforme mediante el miedo y garantizar que medidas de gobierno impopulares, se encuentren cada vez con menos resistencias.

En este contexto debemos ubicar la reciente aprobación de una serie de leyes en varios estados de la república y el Distrito Federal, que restringen la libertad de manifestación y autorizan —en algunos casos— a los uniformados a hacer uso de la fuerza letal, bajo criterios deliberadamente ambiguos. La anterior línea del tiempo elaborada por la organización Artículo 19, es muy ilustrativa al respecto, lejos de resolverse el panorama se tiende a complicar.

Así, es difícil prever que los abusos y arbitrariedades policiacos terminen, por el contrario, estos aumentarán y muy probablemente el número de víctimas mortales a raíz de ellos también. Y es que lo último que se plantean los gobiernos en México —estatales o federal— ante una protesta, es atender sus demandas. Descalificaciones, campañas de linchamiento mediático y represión, son la respuesta habitual. No es casualidad que esta última esté adquiriendo un perverso «respaldo legal». Es tarea de todos nosotros evitar que esto tenga lugar.