Nicaragua y la bomba de tiempo

Jueves. Mediodía. Un vehículo blanco recorre de sur a norte la autopista en Camino de Oriente. Ambos lados de la carretera están poblados de policías: oficiales comunes, patrullas, agentes de tránsito, antimotines. Todos armados con Ak47 y pistolas, cubiertos con chalecos antibalas y equipos de protección.

Es un día común en Managua. La ciudad, el país envueltos en la nueva «normalidad» que pregona la pareja presidencial de Daniel Ortega y Rosario Murillo, donde ya no hay marchas en su contra, ya no hay tranques… porque están prohibidos.

Los vehículos se sortean unos a otros en esta hora pico. Mientras el Yaris blanco avanza, una mano tímida sale de la ventana trasera. Alza una pequeña bandera azul y blanco, la bandera nacional de Nicaragua. 1, 2, 3, 4 segundos y la mano vuelve a esconderse. Los vehículos continúan su marcha. Algunos le pitan en señal de aprobación. Es su manera de protestar. Como en un juego de niños, la mano sale otra vez en los tramos donde no se ven policías. 1, 2, 3… agita la banderita y vuelve a esconderse justo antes de que la divise un grupo de “zopilotes”, como les llaman a los uniformados de negro, los antimotines.

Contrario a mayo de 2018, cuando cada día se iba en protestas, tranques y la actualización de cifras de asesinatos, de secuestros, desaparecidos y acciones extrajudiciales a mano de policías y paramilitares a sueldo; ahora la gente ha vuelto a trabajar con «tranquilidad»…. bueno, los que no se han tenido que ir al exilio y los que aún tienen trabajo.

Más de 60 mil nicaragüenses han tenido que dejar su país a causa de la crisis sociopolítica, por razones de seguridad o por falta de trabajo, según datos de ACNUR (Alto Comisionado de los Naciones Unidas para Refugiados). Y hay más números. La Fundación Nicaragüense para el Desarrollo Económico y social (Funides), advierte que ya son más de 400,000 personas las que se han quedado sin trabajo. Muchas empresas han cerrado, y las que quedan han tenido que tomar medidas para reducir gastos. Los bancos han dejado de emitir préstamos y los agricultores pasan dificultades para preparar la producción.

En esta «nueva normalidad» los días transcurren en medio de una tensa calma en la que, para mal de todos, la gente se ha ido acostumbrando a ver policías por doquier. Los encontrás en las avenidas, en las paradas de buses, dentro y fuera de los centros comerciales, rondando los barrios, en retenes a cualquier hora… ¡Donde sea! Detienen a cuanta gente se les ocurre, a quienes les parecen sospechosos, por ser jóvenes, por portar una mochila, por deambular en el lugar donde ellos están apostados…porque sí.

Martes por la mañana. José pidió permiso en su trabajo para ir a dejar unas bolsas de café donde un cliente. Este es su plan B para cubrir los gastos del hogar porque con el salario de su trabajo «oficial» no es suficiente. Ante la crisis, muchas empresas han optado por modificar los contratos de su personal, pasando de contratos permanentes a contratos por servicios profesionales, sin derecho a seguro social o prestaciones.

El cliente de José esperaba en una oficina, cerca de reparto El Carmen, en Managua, la zona donde vive encerrado Daniel Ortega y su prole. El barrio entero está cercado con retenes de piedras canteras, cadenas, vallas metálicas, grupos de policías armados en cada esquina, policías de civil y motorizados que circulan atentos a cuanto mortal pasa por ahí.

José caminaba apresurado para cumplir con su cliente y regresar a tiempo a su trabajo. En la mochila cargaba las dos bolsas de café que compró en Jinotega (Norte de Nicaragua) para revenderlas en Managua. La escena, que debió ser común, le pareció «sospechosa» a uno de los policías. Estiró el brazo derecho en señal de «deténgase» y con el otro sostuvo el AK47 que le cruzaba el pecho.

-¿Adónde se dirige?, le preguntó.

– Voy aquí no más, a dejar un encargo, respondió José.

– Sus documentos, exigió de manera escueta el oficial.

Extrañado, José sacó su cédula de identidad. El policía se la llevó. La cédula pasó de una mano a otra, un superior le preguntó a qué se dedicaba, cogió el teléfono e hizo un par de llamadas mientras otro oficial le pedía que abriera la mochila y mostrara lo que contenía.

«Esto es ridículo», pensó José, pero no dijo nada. Es mejor así.

Veinte minutos pasaron y luego de un par de llamadas el jefe a cargo concluyó que efectivamente el hombre no significaba ningún peligro y sin pedir disculpas por el atraso y mal momento, le dijeron: Te podés ir.

Normal.

Con una economía en picada y el pronóstico de que el Producto Interno Bruto caerá 5% este 2019, una fuerza laboral migrando cada día en busca de oportunidades en otros países, y una población imposibilitada de expresarse libremente, incluyendo la censura y las presiones económicas y hostiles a los medios independientes y sus periodistas, lo que se vive en Nicaragua es el desenlace de una crisis que ha dejado entre 300 y 500 personas asesinadas, según cifras de organismos de derechos humanos internacionales y locales respectivamente; y más de 700 personas encarceladas sin el debido proceso, acusadas de terrorismo, o secuestradas por las mismas autoridades. Heridas graves entre sus pobladores que exigen justicia, libertad y un cambio de gobierno en condiciones democráticas.

«Las crisis, como los ensayos, tienen una introducción, un cuerpo y un desenlace. Esta crisis está en un proceso de desenlace ya», advierte Dora María Téllez, ex guerrillera y miembro del primer gobierno sandinista tras la revolución de 1979, y ahora, como historiadora y fundadora del Movimiento Renovador Sandinista, y una de las voces críticas contra el gobierno de Ortega.

«¿Cuánto va durar este desenlace? Pues, no se sabe. Ortega lo que está haciendo es tratando de limpiar la mesa de la negociación. ¿Cómo? Pelan los colmillos y nadie más sale a la calle, y ellos sienten que eso les da fortaleza», explica.

Han hecho de todo, incluso irrespetar el derecho constitucional a expresarse libremente y a manifestarse, utilizando a la Policía Nacional como monigote para negar cuanto permiso a marchar ha sido solicitado. La excusa, en palabras sencillas: los “golpistas” no tienen derecho a manifestarse.

Quien no está del lado rojinegro de Ortega, está del lado azul y blanco de los «golpistas», las «hormiguitas», los «puchitos» como les ha llamado la vicepresidenta-coordinadora del consejo de Comunicación y ciudadanía del poder ciudadano-primera dama Rosario Murillo. O sea, los «miserias humanas», en palabras recientes de Ortega. La neutralidad es imposible.

 

Sábado. 3:40 PM. La Catedral Metropolitana, en el nuevo centro de Managua, está rodeada de policías, policías de tránsito, antimotines, patrullas, todos armados bajo el mando del comisionado general Valle Valle. ¿Alguna emergencia? No. Los policías rondan las calles alrededor del edificio como perros rabiosos. Su presa: una docena de jóvenes que en las últimas semanas se han atrevido alzar una bandera azul y blanco.

Es hora de la liturgia. En el templo, un sacerdote llama a reflexionar sobre la lectura bíblica del día. Habla de la guerra de hermanos contra hermanos, la guerra entre personas de la misma nación, y hace un llamado a los pocos asistentes a que recen el rosario, que recen mucho y pidan por la paz.

A lo lejos se escucha el pin, pin, pin que produce un manifestante al golpear con una piedra el portón metálico en el patio de la catedral. Los jóvenes gritan desde el patio de la iglesia, alzan la bandera de Nicaragua con el escudo invertido en señal de emergencia. Un portón cerrado y asegurado con una cadena es lo único que los separa del pelotón de policías que aguarda a su salida.

«¡Libertad para los presos político!», grita una joven que cubre su rostro con un pañuelo.

«Resistencia 19 de abril», grita un chavalo flaco, alto, que viste de negro y esconde su rostro detrás de una camiseta de Superman.

«¡Presente, presente!», responden los demás alzando sus puños.

Los jóvenes son quienes han dado la cara desde que reventó la crisis en abril del 2018. A falta de un partido o un líder político que dirija las protestas, la bandera azul y blanco ha sido el símbolo de oposición al régimen. Y contrario a la cultura política que caracteriza a los nicaragüenses, esa que les ha hecho desde siempre buscar un rostro, un líder, un caudillo a quién seguir, esta vez Nicaragua continúa su lucha sin un líder palpable… hasta ahora.

Existen movimientos que han hecho eco de las demandas de la población y se podría decir que el liderazgo lo ha asumido la Alianza Cívica, presente en la mesa de negociación con el gobierno de Ortega.

La Alianza aglutina a empresarios como José Adán Aguerri, presidente del Consejo Superior de la Empresa Privada; políticos de vieja data como José Pallais, exdiputado liberal; Azalea Solís, feminista y miembro del Movimiento Autónomo de Mujeres; Carlos Tünnermann, respetado jurista, quien fue parte del grupo de los doce en la década de la revolución sandinista (1980);  y Juan Sebastián Chamorro, director de Funides y catalogado como líder opositor; entre otros.

Justicia, libertad, respetos a los derechos constitucionales y elecciones democráticas son los principales puntos que este grupo de ciudadanos exigen a Ortega. El tema de la democratización y la celebración de elecciones libres y adelantadas es quizás el más débil, pero uno de los más urgentes.

En su afán por no ceder ni una pizca de poder y, al contrario, incrementar los niveles de control de la gente, en el 2018 Ortega dejó pasar una oportunidad que le hubiese permitido maquillar al régimen con los colores de la democracia.

«Si Ortega hubiera cedido a la solicitud de unas elecciones (en 2018), probablemente hubiera tenido una gran ventaja porque no hay una oposición, ya que él la destruyó y lo único que quedaron fueron partidos satélites», comenta Eduardo Enríquez, jefe de redacción del diario La Prensa, el principal medio independiente del país y el único que ha sobrevivido a los efectos de varias dictaduras: la de los Somoza (1937-1979), la primera década sandinista con Daniel Ortega al mando (1980) y nuevamente al régimen de los Ortega Murillo que inició en 2007 y que busca la eternidad.

«Yo veo el tema de las elecciones cada vez más lejos», sostiene Enríquez. «Hay que pasar primero por la creación de instituciones y para eso tiene que haber de previo, tal vez no necesariamente un partido político, pero sí una fuerza organizada para negociar sobre estas situaciones».

Consciente de que eso tendrá que pasar, tarde o temprano, el régimen de Daniel Ortega y su inseparable esposa-vicepresidenta Rosario Murillo no han escatimado esfuerzos para ir eliminando a cuanto personaje con matices de líder va surgiendo. Así ocurrió con la Iglesia católica y sus obispos, quienes fueron desplazados de la mesa de negociación y en su lugar fue puesto el enviado del papa, Monseñor Waldemar Stanislaw Sommertag, quien destaca por la diplomacia que desentona con las demandas urgentes de la mayoría nicaragüense. También, a él se le atañe las medidas políticas y diplomáticas que hicieron que monseñor Silvio Báez, principal figura religiosa que estuvo al frente de varias manifestaciones y que estuvo medio en medio del fuego cruzado en los momentos más críticos del 2018, respetado, admirado por muchos y sobretodo, quien goza de la confianza del pueblo, luego de presiones y planes de desprestigio impulsados a través de la plataforma mediática de los hijos de los Ortega-Murillo, finalmente fue llamado por el propio Papa Francisco y trasladado al Vaticano en medio de amenazas de muerte si continuaba manifestando su opinión.

«Se han lanzado contra la Conferencia Episcopal para fraccionarla, dividirla y quitarle el rol de mediador… Lo que han hecho con Báez es una provocación gigantesca para que la Conferencia Episcopal tire la gorra y diga ‘Nos retiramos’, pero la Conferencia Episcopal se ha mantenido y ese es exactamente su problema. Si Ortega quiere que la Conferencia se salga, va a tener que decirles ‘No los aceptamos’ y si lo hace se va a meter a problemas”, advierte Dora María Téllez.

Lo mismo está pasando con Juan Sebastián Chamorro, quien podría ser el candidato potable si se tratase de que surgiera alguno entre los miembros de la Alianza Cívica.

«Nuestra sociedad es autodestructiva», reflexiona Enríquez. «Lanzás un nombre y es como que lancés una cucaracha en un gallinero, todos le caen encima y lo desbaratan. No sé por qué, pero así somos los nicaragüenses. Hay liderazgos que se han venido formando y por alguna razón son perseguidos, amenazados. Podés hablar de Juan Sebastián Chamorro, que está dentro de la Alianza y ha tenido un papel predominante, ya no digamos Felix Maradiaga que ahora es un perseguido político, por alguna razón será. Hay otras personas que han hecho un gran trabajo dentro de las organizaciones de la sociedad civil que igual no están en el país o incluso el doctor Gabriel Álvarez que sigue trabajando por el Movimiento por Nicaragua».

Enríquez, autor del libro Muerte de una república, en el que recopila las columnas semanales en las que analizaba el día a día de la política criolla en las que advirtió desde sus inicios los planes de entronización de Daniel Ortega a costo de –precisamente- la muerte de la república, Enríquez conoce bastante bien la cultura política de los nicaragüenses y a sus políticos. Es así que, “a riesgo de que sean maltratadas públicamente estas personas, doy estos nombres porque creo que eso no es oportunismo, no lo vienen haciendo hasta ahora, vienen demandando que la situación sea distinta desde hace varios años”.

A más de un año de la crisis que hizo tambalear el régimen de Daniel Ortega, a pesar de las sanciones económicas internacionales dirigidas a la familia presidencial y principales socios y negocios como Albanisa y Bancorp; y ante la aparente calma que mantiene con el peso de una policía y paramilitares con licencia para matar, Nicaragua vive un limbo en el que no se espera llegar hasta 2021 para que se realicen nuevas elecciones presidenciales. Y si se llegase a esa fecha, son pocos los ingenuos que creen que Ortega o en el peor de los casos, su esposa Rosario Murillo sobrevivirían a un proceso de votación.

Nicaragua vive esta normalidad como si fuera una bomba de tiempo que en cualquier momento podría estallar. O tal vez no.