11 de septiembre de 2013. Parecía como si la Tierra también recordara lo que aquí pasó hace 40 años. El viento vino frío, las nubes se apretujaron en el cielo gris, el silencio se convirtió en cómplice de gritos y rumores. Las calles nunca se llenaron, el metro no dejó ver a las multitudes y el tráfico usual de las 7 de la tarde jamás ocurrió.
Contrario a lo que se pudiera pensar, el 11 de septiembre parecía ser un día para guardarse. Pero la historia está ahí, pasando, haciéndose. Se dejó ver en cada rosa y en cada clavel rojo que se colocó en los antiguos centros de detención, en las calles, en las universidades, alrededor de la estatua de Salvador Allende, frente a la puerta de La Moneda que lo vio con vida por última vez. Se dejó ver en los murales y en los afiches también.
Parecía que el 11 se diluía entre los discursos que –desde el poder– piden reconciliación y olvido, en la izquierda dividida que convoca a sus propios y pequeños actos, en las tensiones propias de las próximas elecciones presidenciales, en la impronta de prepararse para festejar las fiestas patrias, la siempre amenazante presencia de los carabineros en cada esquina.
La memoria no está muerta, está dentro, en el dolor y la esperanza. Las palabras del último discurso del presidente Allende resonaron en varias ocasiones, las lágrimas unieron tanto a jóvenes como viejos, los nombres de las y los detenidos-desaparecidos se gritaron y esparcieron como cuchillos afilados que hieren el corazón.
Y es que aún no ha llegado la justicia. ¿Cómo podría? Si hay familias que aún no tienen a dónde ir a llorarle a sus muertos, personas que viven deambulando sin poder volver a su tierra porque ya no la sienten propia, represores sueltos y sin haber sido juzgados, jóvenes que reclaman una educación libre y gratuita porque el neoliberalismo les privatizó todo menos los sueños, niños que le preguntan a sus padres que ¿por qué tanta violencia? ¿Cómo puede haber justicia en medio de tantas confianzas y colectividades desgarradas?
Cuando arribó la noche, y parecía que el día podía pasar oculto entre la niebla, nos enterábamos que habían pasado horas de enfrentamientos en las poblaciones más pobres, ahí donde siempre la represión fue peor, ahí donde estuvo la mayor de las resistencias y el mayor de los dolores. Ahí donde aún se desafía al miedo.
Con la noche, el Estadio Nacional, ese lugar de infamia y dolor, se llenó de miles de personas que, con sus veladoras, llenaron el silencio: de imágenes, de nombres, de canciones y presencias. Ahí estaban los rostros de todas y todos los muertos, detenidos y desaparecidos. Estaban los testimonios y recuerdos de los presos, torturados y exiliados. Estábamos los que pudimos gritar “¡Presentes! ¡Ahora y siempre!” ante su absurda ausencia.
Entonces, el cielo se tornó rojo y comenzó a tronar. Entonces, la memoria no fue sólo el sustento de un recuerdo, sino la reactivación de un pasado cuestionado, el sumergirse en sus luces y oscuridades, el internarse en las heridas para desafiar al presente, para subvertir al futuro en un horizonte de justicia y libertad.
Conmovedora nota, luchemos para que nuestros pueblos vuelcan a tener justicia, tenemos el ejemplo, con allende por siempre
A 40 años del golpe y la muerte de muchos, desde el compañero ALLENDE, MIGUEL HENRIQUEZ y RAUL PELLEGRIN, hasta los y las revolucionari@s que no aparecen en los libros de historia, que perdieron la vida por una MATRIA LIBRE.
A 40 años Allende está mas vivo que nunca, los jóvenes que no lo conocieron, saben reconocer su ejemplo siguen su legado. En ellos está la esperanza de la meoria y no reconciliación y olvido.