Nuestro cuerpo, nuestro territorio en lucha

Por Sofía Blanco Sixtos y Diana A. Manrique Ascencio
Fotografías: Juan José Estrada Serafín

¿Cómo construir la idea del cuerpo de las mujeres a partir de la cosmovisión comunitaria?

Deconstruir el cuerpo femenino ha sido uno de los puntos centrales del feminismo para visibilizar las desigualdades sociales entre mujeres y hombres basadas en la “naturalización” de las identidades femeninas y masculinas. Una naturalización que como tal, tiene una historia donde aquello que es indicativo como esencia femenina se ha mantenido gracias a diversos dispositivos sociales como la Iglesia y el Estado.

El despojo del conocimiento a las mujeres ha sido uno de los mecanismos de control que comenzó en la Edad Media a través de la Santa Inquisición con la persecución de la brujas, que se extiende hasta mediados del siglo pasado por la ciencia; un despojo que es palpable al revisar y cuestionar quiénes han sido las voces autorizadas para hablar del cuerpo femenino, para nombrar los sentires y pensares de nosotras las mujeres.

Con la propuesta del feminismo comunitario (ver Cabnal y Paredes) hacemos una analogía entre el cuerpo y el territorio. El cuerpo de las mujeres, al igual que los territorios de nuestros pueblos originarios, ha sido expropiado y colonizado por los saberes occidentales, desde la Iglesia y la medicina.

«Con los cuerpos marcados por el colonialismo, las mujeres hemos recorrido la historia, relacionándonos unas con otras y relacionándonos como mujeres con los varones, también. Estas relaciones, que se han dado en el contexto de un colonialismo interno, tienen por resultado un comportamiento colonial en el erotismo, el deseo, la sexualidad, el placer y el amor, por supuesto» (ver Paredes, 2008)

Esto nos lleva a preguntarnos: ¿Nosotras reconocemos cómo nuestro cuerpo ha sido expropiado por la medicina y el Estado? Esta interrogante la hacemos desde los diferentes contextos en los que nos ubicamos, pues innegablemente tanto en la ciudad como en los pueblos, la medicina ha permeado las prácticas de cuidado y de atención de nuestros cuerpos, ajenos a nosotras. Antiguamente, la medicina –al ser más un saber empírico que teórico– otorgaba legitimidad a los saberes femeninos, pues ellas estaban más cercanas a la naturaleza, al ‘dar vida’, por su capacidad reproductiva.

Como lo indica Viveros (1995), «Los saberes sobre el cuerpo y sobre las enfermedades infantiles les ha conferido en diversos momentos históricos y lugares geográficos un poder y un reconocimiento social. Esta posición difícilmente podía obtenerse de otra manera, si tenemos en cuenta la situación de la subordinación que han vivido las mujeres en la mayor parte de las sociedades».

Partiendo de esta idea, si  hablamos de la menarca, de la primera menstruación, es adentrarnos a un territorio colonizado por las prácticas médicas desde la higiene, la normalización de los periodos  menstruales, de la separación del cuerpo con la subjetividad,  los sentires, pensares y el alma  de cada mujer. Hace algunos meses, abordamos estas temáticas y  conversamos con algunas mujeres en comunidades rurales michoacanas, donde uno de los temas fue la menstruación.  En la charla preguntamos ¿qué sucedió durante su menarca?

—Mi primera vez de menstruación fue en la noche cuando me acosté a dormir y me desperté, eran por ahí a las cuatro de la mañana, estaba bien mojada de sangre y me asusté, me cambié y me quedé pensando por qué me había pasado eso, entonces me dio mucha pena y vergüenza y así le dije a mi mamá, entonces ella me dijo que así pasa eso —Ana, 32 años.

Se lee en este testimonio cómo persiste el silencio sobre nuestro cuerpo. Aun cuando actualmente se habla desde la medicina sobre los procesos biológicos de hombres y mujeres durante la adolescencia, no se contextualiza ese conocimiento ni se le relaciona con los simbolismos comunitarios sobre la feminidad y la masculinidad. Por lo tanto, se abre la distancia entre ese saber pragmático, científico y la enunciación del cuerpo desde los discursos religiosos, tradicionales, en donde la virginidad y el pudor han sido durante mucho tiempo los estandartes para mirar, pensar y construir nuestro cuerpo.

Comunitaria de Apatzingán

Comunitaria de Apatzingán

¿Qué pensamos y sentimos sobre nuestro cuerpo? ¿Cómo lo vemos? Es necesario identificar cómo nuestro cuerpo ha sido nombrado y explicado desde su tecnificación y moralización, desvalorizando los saberes de las mujeres como madres, parteras, cocineras, curanderas. Así, cuando leemos nuestro cuerpo que sangra, que se mueve, que expresa nuevas fusiones y fluidos podemos vivenciar sentimientos como: miedo, vergüenza, amenaza, dolor.

La menarca es un momento crucial en la vida de las mujeres pues marca el inicio de otra etapa. Como dicen «Le sale sangre cuando una es muchacha», y sin embargo, una gran parte de las mujeres que participaron en los talleres expresaban incomodidad y molestia de tener cada determinado tiempo –pues no todas menstrúan cada 28 días–, un sangrado que puede llegar a impedirles realizar su actividades como cotidianamente las llevan a cabo.

Se reconoce entonces que en la memoria corporal de nuestras abuelas, de nuestras ancestras, está presente la colonización de los cuerpos femeninos que subyuga la identidad de las mujeres; por lo que, como mujeres, es necesario reconocer en nuestro cuerpo un sistema patriarcal que desea invisibilizar en él la potencia política, la liberación y el placer de las mujeres. Entonces, los saberes locales de las mujeres sobre sus cuerpos son expresiones de la pluridimensionalidad de ser y estar en el cosmos, de sentir y pensar el cuerpo como una energía fundamental de la amalgama cuerpo-vida-territorio-comunidad. Donde la potencialidad se va creando y recreando en un continuum en nuestras vidas y territorios.

La percepción del cuerpo como una fuente de placer ha estado constreñida a la identidad femenina de la maternidad y la virginidad, que son las plataformas primarias para constituirse como mujer dentro de la sociedad patriarcal. Como lo indica Basaglia (ver Lagarde, 2005), «El ser considerada cuerpo-para-otros, para entregarse al hombre o procrear, ha impedido a la mujer ser considerada como sujeto histórico-social, ya que su subjetividad ha sido reducida y aprisionada dentro de una sexualidad esencialmente para otros, con la función específica de la reproducción».

Percibir nuestro cuerpo erótico ha estado presente en las comunidades rurales desde el silencio pues es «algo de lo que sólo se habla con el esposo» pues «no vaya siendo que luego digan que una anda de loca». Y es que expresar en grupo el gozo que puede derivarse de sentir el placer podría llegar a ser un elemento para pensarla desde la deshonra “de no darse a respetar”, desde lo prohibido, como sucede al respecto de aquellas mujeres que no tienen marido y son vistas con hombres son nombradas como las “locas”, “prostis”, “putas”.

Vivir y expresar el erotismo es romper con estereotipos abrigados en la dicotomía santa/puta, donde la santa alberga la identidad opresora de la mujer obediente, maternal e infantil; asumir el erotismo desde la autonomía, la diversidad, es pensarnos como creadoras de mundos, visibilizando la pluralidad de las mujeres y las potencialidades al entretejer nuestros saberes locales con los saberes médicos.

De esta reflexión, nos planteamos ¿cómo construir la idea del cuerpo de las mujeres a partir de la cosmovisión comunitaria? Pensar en descolonizar nuestros cuerpos implica que se reconozca y se recupere el cuerpo como un espacio de lucha.

Identificamos, en el diálogo con algunas mujeres jóvenes de comunidades, su voluntad de  abordar y reconocer lo que sucede con sus cuerpos y las implicaciones sociales. «Es necesario que se hable más con nuestras mamás, con nuestras abuelas, nosotras entendemos que es importante pero aquí casi no se habla de eso».  Entonces, ¿qué sucede con las mayores, con las nanas, las madres, las abuelas? ¿Cuáles serán los arraigos y colonialismos atravesados en sus vidas y en sus cuerpos? ¿Es posible que su lucha y resistencia tenga una configuración diferente?

Los procesos que actualmente viven las mujeres indígenas y la lucha por su territorio han configurado una identidad. El reconocerse como parte de este movimiento interno en sus comunidades ha posibilitado para las mujeres que su hablar sea escuchado, accionado y se perciban a sí mismas como mujeres que tienen la oportunidad de moverse, salir y decir lo no dicho.

Descolonizar y desneoliberalizar es ubicar geográfica y culturalmente las relaciones de poder internacionales planteadas entre el norte rico y el sur empobrecido. Cuestionar profundamente a las mujeres del norte y su complicidad con el patriarcado transnacional (ver Paredes).

En tal caso, para descolonizar es necesario abandonar esa concepción escindida del cuerpo, por un lado, y el alma, por el otro. Partir del cuerpo como una integralidad que comprende desde la genética y la energética hasta la afectividad, pasando por la sensibilidad, los sentimientos, el erotismo, la espiritualidad y la sexualidad.

A partir de la experiencia sería necesario recuperar y resignificar las enseñanzas de nuestras ancestras; privilegiar el diálogo y el intercambio de saberes; reconocer lo propio y lo ajeno asumiendo la dinamización de las culturas. La emancipación de nuestros pueblos está implicada con la de las mujeres, pues la descolonización de nuestros cuerpos se basará en sus expresiones de resistencia y cambio comunitario en los distintos territorios.

Referencias:

  • Cabnal, Lorena. 2010. Feminismos diversos: el feminismo comunitario. ACSUR-Las segovias, España. En línea. [Recuperado el 2 de Febrero]
  • Lagarde, Marcela. 2005. Los cautiverios de las mujeres: madresposas, monjas, putas, presas y locas. CEIIH-UNAM, México.
  • Paredes, Julieta. 2008. Hilando fino, desde el feminismo comunitario. Lifs, Perú. En línea. [Recuperado el 5 de febrero]
  • Viveros, María. 1995. Mujeres y dolores secretos. Mujeres, salud e identidad. En Aragon L., León M.  y Viveros M .(comp.). «Género e Identidad. Ensayos sobre lo femenino y lo masculino».  TM editores, Colombia.

There is one comment

  1. Yolanda Hernandez

    Que es una lucha permanente porque las instituciones de control social continúan con esta escuela en la que la mujer se siente pecadora y desconocedora de su cuerpo, de su ser y lo peor de sus derechos. A cuantas abuelas les tenemos que pedir perdón porque se fueron y nunca pudieron ser

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